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Diario Digital Amazónico, desde 13 julio 2017

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La historia triste de los Pibes Trujillo, referente de los villancicos tradicionales del Ecuador,

Cuando cantan el villancico ‘Dulce Jesús Mío’, Luis, de 67 años, y Juan, de 65, se yerguen. Luis entona la canción moviendo su cuerpo y su dedo índice al vaivén de la melodía, mientras que Juan cierra los ojos y se deja llevar por los recuerdos. “Dulce Jesús mío, mi niño adorado. Ven a nuestras almas Niñito, ven no tardes tanto”. Juan respira. Llora.

Han pasado más de 60 años desde que los hermanos Trujillo Echanique —a quienes bautizaron en los discos como los Pibes Trujillo— interpretaron por primera vez la tradicional canción.

Juan tenía 5 años y Luis 7, también estuvo su hermano Oswaldo, en ese momento de 9 años, quien luego murió.

“¿Se saben la canción?”, increpó su tío Hernán Trujillo. “Sí”, dijeron con miedo los menores que tuvieron menos de 5 minutos para aprenderse el villancico. Cantaron la primera estrofa y la segunda se olvidaron. Por fallar, recibieron un golpe con una mano, luego un puñete, agresiones con acial, con palo. Sí, todas las agresiones provenían de su tío.

Hubo golpes, dolor y sangre durante 7 años.

Los hermanos Trujillo quedaron huérfanos de madre y su padre, Flavio Trujillo, fue militar en servicio activo. Nunca pasó con ellos y por ello encomendó su cuidado en manos de su hermano, quien descubrió en la escuela Pablo Julián Gutiérrez —del barrio América en donde nacieron— el talento de los pequeños, en especial de Juan, quien se diferenciaba del resto del grupo por su voz aguda. Sin dudar, los puso a cantar. Primero empezaron con pasillos como ‘Tú y yo’, ‘Guayaquil de mis amores’ y ‘A la madre’. Cuando recuerdan esta última canción, las lágrimas caen.

La voz grave de Luis cambia y explota su rabia: “Estoy seguro de que sí mi madre hubiera estado con nosotros no hubiera permitido que este hombre abuse con tanta agresiones físicas de nosotros”. Creen que esta canción fue una de las primeras que aprendieron a cantar y siempre lo hicieron pensando en su mamá. En la escuela del barrio América eran el espectáculo principal de la celebración del Día de la Madre, pero ella nunca estuvo. Su lugar lo ocupó su tío —quien los obligaba a cantar— y en la primera fila su abuela, Rosa Villamar. “La mujer más adorable del mundo” —como la recuerdan— en la adolescencia, cuando pudo llevarse a los chicos a su casa, suplantó los golpes por el más absoluto amor; hasta que murió. “Fue el ángel que Dios puso en nuestro camino”, dice Luis.

De la fama solo hubo dolor

De un álbum de fotografías sacan 2 imágenes. ¿Nota algo?, interpelan. Son 2 fotos tomadas en fechas distintas. Una de ellas sobresale por la angustia que reflejan los rostros de los pequeños al cantar. El miedo los traspasa. Están erguidos, con las manos hacia atrás. A su lado está su tío Hernán, sosteniendo la guitarra, ese instrumento que dominó, pero que nunca les enseñó a tocar.

De frente, los niños miran a un personaje peculiar que los contempla. Es el presidente Camilo Ponce Enríquez (1956-1960). Piensan que fueron invitados a la sede de gobierno, pero no recuerdan nada más que la mirada penetrante y la voz con imposición de su tío que les decía: “tienen que cantar”. Cantaban con miedo. Sabían que el menor error terminaba en golpes. Esa angustia la sienten hasta hoy. Cuando cantan ‘Dulce Jesús Mío’, Luis se equivoca en una frase de la canción. Juan se sobresalta. Lo regresa a ver, sin parar de cantar. Recuerdan esa época. El dolor difícilmente se les irá. Siguen cantando.

Pero, detrás de esas fotos que guardan fuera de los álbumes familiares hay algo más. “Mire bien, algo se le escapa”, vuelve a preguntar. Se detiene en el vestuario. “Era el único traje plomo con corbatín y zapatos de charolina que teníamos. Nunca nos compró nada, nunca nos dio nada”. Ambos se quedan mirando fijamente esas imágenes;  Juan interrumpe y recuerda que cantaban en el coro de la antigua capilla de la iglesia del Perpetuo Socorro. Al final de una presentación, los asistentes a la eucaristía pidieron que los niños bajaran del coro de la sacristía y les entregaron 4, 5 y hasta 10 sucres, que guardaron en sus bolsillos. Estuvieron felices. Llegaron a la casa y se bañaron. Al salir de la ducha los bolsillos de los pantalones estaban vacíos. Su tío se había llevado todo. Ese recuerdo estalla el llanto —contenido por muchos años— de Juan. “Fue mucho dolor, mucha humillación, maltrato, éramos solo unos niños”. Pide que la entrevista se detenga. Llora. Cubre su rostro con las manos; se recrimina, se desespera. “Ya ve por qué no me gusta hablar de esto. Luis me pide ser fuerte, pero no puedo”. No quiere beber agua.

Por mucho tiempo, Luis y Juan tuvieron que dejar su pasión por el fútbol por el canto. Se presentaron en casas de personas notables de la ciudad, también en el coliseo Julio César Hidalgo y en la Cueva del Oso. Cantaron asimismo para toreros importantes como Manuel Benítez, el ‘Cordobés’ y Antonio Aguilar, entre otros. Al finalizar las presentaciones, Juan recuerda que su tío sacaba los sombreros de los asistentes y ponía a los niños a recoger el dinero. Nunca recibieron un solo centavo. Incluso, la comida diaria les derramaba. “Nos lanzaban la sopita y todo el caldito se regaba. ¡Dios mío!, sufrimos mucho”, suspira Luis. Les cuesta hablar del pasado. Hay silencio.

(tomado de El Telegrafo)

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