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Opinión Internacional: “El hambre como herramienta de dominación”- Lisandro Prieto Femenía

6-noviembre 2024

“El hambre como herramienta de dominación”- Lisandro Prieto Femenía

“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra.

 El político hizo un gesto y desapareció el mago.”

Woody Allen

Tal vez muchos de los que estén leyendo esto no tienen la menor idea de lo que es sentir hambre, pero hambre de verdad. No se trata simplemente de la manifestación fisiológica propia del cuerpo cuando han pasado muchas horas desde la última ingesta de alimentos, sino algo peor, que remite a la desesperación que emana de la insondable fuente de injusticia en la que estamos inmersos. Hace dos mil y pico de años, en alguna montaña de Medio Oriente, Jesús de Nazaret habló de “hambre y sed de justicia”, refiriéndose a los bienaventurados que, por pasarla tan mal en este mundo, recibirán su recompensa en el paraíso. Si bien “hambre” y “sed” se utilizan allí como metáforas para expresar una necesidad urgente e inaplazable de justicia, no se refiere estrictamente al sentido legal, sino a uno más amplio que abarca la rectitud moral y ética necesaria para que dejemos de hacernos los ciegos.

Comencemos dando un breve panorama estadístico de la situación. El hambre y la inseguridad alimentaria son problemas críticos a nivel mundial, aunque es evidente que la piña se siente más fuerte en unos costados y no tanto en otros. Según los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) expuestos en “The State of Food Security and Nutrition in the World 2022” y el Programa Mundial de Alimentos (WFP) en su reporte “Global Report on Food Crises”, aproximadamente 828 millones de personas sufrieron hambre en el año 2021, un incremento aproximado de 250 millones desde el año 2019, debido a una combinación de factores como la pandemia de COVID-19, conflictos armados y los efectos cada vez más graves del cambio climático (FAO, 2022).

Puntualmente, África sigue siendo la región más afectada, con casi una de cada cinco personas enfrentando a diario inseguridad alimentaria severa. La FAO estima que alrededor del 20% de la población en África subsahariana carece del acceso adecuado a alimentos, con un aumento de casi el 6% desde el año 2019 (FAO, 2022). En Asia, aunque hubo avances, cerca del 9% de la población sigue sin tener acceso a una alimentación adecuada. Los países del sur de Asia, especialmente la India, Pakistán y Bangladesh, enfrentan todavía altos índices de desnutrición infantil y carencias alimentarias crónicas (WFP, 2022). Por su parte, en Hispanoamérica y el Caribe, la inseguridad alimentaria se ha incrementado considerablemente en los últimos años. Se estima que más de 56 millones de personas en esta región experimentaron hambre en 2021, debido en parte a crisis económicas, desigualdades sociales y crisis políticas en países como Venezuela y Haití (FAO, 2022).

Evidentemente, el hambre es un problema multidimensional que involucra no sólo la falta de acceso a los alimentos básicos, sino también a inconvenientes de distribución, desigualdades económicas y factores preponderantemente políticos. Tampoco podemos hacernos los ciegos respecto del cambio climático, por ejemplo, que ha tenido un efecto devastador en la producción agrícola, evidenciándose en sequías interminables, inundaciones y patrones climatológicos irregulares que afectan a países con poca infraestructura para adaptarse a dichos cambios. Adicionalmente a todo lo anteriormente enumerado, tenemos que tener en cuenta que los conflictos armados en países como Siria, Yemen y Etiopía han desplazado a millones de personas, exacerbando la escasez de alimentos y elevando los índices de hambre en las comunidades implicadas.

Ahora es preciso que nos preguntemos ¿qué rol juegan los gobiernos? O mejor, ¿qué tiene que ver el hambre con la existencia de dinámicas de poder reales que propician las hambrunas? Todos sabemos que el hambre y la inseguridad alimentaria están profundamente entrelazadas con las políticas de los gobiernos, tanto de las potencias mundiales como de los mal llamados “periféricos”, puesto que juegan un papel fundamental en la perpetuación intencional  del problema que hoy nos convoca. 

Para que podamos comprender cómo se configura esta relación, es esencial que primero examinemos los aspectos políticos y económicos que contribuyen al genocidio mediante hambre a nivel global. En una primera instancia, tenemos que mencionar a las políticas agrícolas, que en muchos países desarrollados están diseñadas para beneficiar a grandes corporaciones mediante subsidios que favorecen la producción masiva de ciertos cultivos como el maíz y la soja. Pues bien, estos aportes económicos al precitado sector productivo suelen distorsionar los precios globales, lo que dificulta bastante a los pequeños agricultores de países en vía de desarrollo competir en el mercado. Esta práctica, junto con la liberalización de los mercados en países emergentes, ha generado que la producción local de alimentos se vuelva menos rentable, llevando a muchos agricultores a abandonar sus tierras o a cambiar sus cultivos tradicionales por monocultivos de exportación.

Este tipo de políticas no nacen de un repollo, o una col de Bruselas, ni mucho menos de una lechuga,  sino más bien de instituciones concretas como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, que han impulsado a muchos países pobres a adoptar medidas de extrema austeridad y privatización. Estas políticas, que se implementan bajo la promesa de fomentar el crecimiento económico, a menudo resultan en recortes en los servicios públicos y en la reducción de inversiones específicas como agricultura, educación y salud. Evidentemente, esto afecta directamente la capacidad de estos países para asegurar el acceso a la alimentación para toda la población, puesto que el ajuste estructural que implica la apertura de los mercados a la competencia extranjera afecta negativamente a los productores locales, quienes ven cómo sus productos van siendo desplazados por importaciones mucho más “atractivas”, o sea, baratas.

Los conflictos armados también son parte del problema, sobre todo en Medio Oriente y África Subsahariana, ya que no solo causan desplazamientos masivos, sino que también destruyen infraestructuras críticas para la producción y distribución de alimentos. En lugares como Yemen, Siria y Sudán del Sur, los gobiernos y los grupos armados han utilizado el hambre como un arma de guerra, bloqueando el acceso a alimentos y agua potable como también la ayuda humanitaria, con el fin de someter a las poblaciones.

Al parecer, empobrecer y hambrear a un país, no es tan difícil como nos quieren hacer creer, puesto que muchos países en vías de desarrollo están atrapados en una telaraña que implica el ciclo de deuda externa que limita siempre su capacidad de invertir en seguridad alimentaria. La deuda, contraída a menudo con condiciones estrictas, obliga a los países a destinar una parte significativa de sus recursos al pago de los intereses de la misma, en lugar de invertir en el desarrollo sustentable o en mejorar la infraestructura educativa y agrícola. Esta dinámica perversa, tan común en estas latitudes, perpetúa la dependencia de estos países hacia las naciones más ricas, que controlan los flujos de ayudas y financiamiento, y que a menudo dictan cómo deben ser las políticas de sus socios endeudados. Otro factor crucial en este contexto es la conducta de ciertos gobernantes corruptos que, buscando beneficios personales, comprometen los recursos del país mediante la toma de préstamos que saben perfectamente que no podrán pagar. Estos líderes mediocres y delincuentes, al priorizar el porcentaje que les corresponde a ellos por endeudar su país, agravan severamente la dependencia financiera y dejan a la nación atada a pagos de deuda que ahogan por décadas a su economía, limitando la inversión en producción alimentaria y desarrollo: con esta recetas, las arcas nacionales quedan prácticamente vacías, mientras la carga de intereses de la deuda recae en sucesivas generaciones de la población, perpetuando el ciclo de pobreza y hambre.

Respecto a las desigualdades que se producen en las campañas de “ayuda” internacional, nos queda decir que si bien estas entidades buscan aliviar las crisis alimentarias en los lugares más afectados, a menudo estas contribuciones están condicionadas y responden a intereses políticos de los países donantes. Además, la asistencia no siempre llega a los más necesitados: en muchos casos, la ayuda alimentaria sirva para consolidar alianzas políticas o para influir en la economía y la política de los países receptores, teniendo efectos devastadores a largo plazo, puesto que se desincentiva la producción local y se aumenta la dependencia en lugar de resolverse las causas subyacentes del hambre.

Procedamos ahora a pensar críticamente desde la filosofía este problema tan acuciante. El hambre en el mundo no es solo un problema de falta de alimentos, es también una manifestación de la profunda inequidad estructural que caracteriza a nuestras sociedades. En su obra “Pobreza y hambrunas” (1981), Amartya Sen planteó que el hambre no es necesariamente resultado de la escasez, sino de la falta de acceso a los alimentos. Según Sen, los sistemas de derechos de propiedad y las estructuras de poder determinan quién tiene acceso a los recursos, y son estas mismas estructuras las que crean las condiciones del hambre. Generalmente, los individuos en situación de pobreza extrema carecen de derechos de propiedad suficientes para asegurar su subsistencia, lo que los convierte en víctimas de sistemas económicos y políticos que priorizan el capital por encima de la dignidad humana.

Por su parte, Thomas Pogge en su obra “Pobreza mundial y Derechos Humanos” (2008), señala que los países más ricos contribuyen a la perpetuación del hambre al imponer políticas comerciales y sistemas de deuda que explotan a las naciones más vulnerables. Para Pogge, el hambre es una forma concreta de violencia estructural, una consecuencia inevitable de un sistema global que le da prioridad a las ganancias de unos pocos sobre las necesidades de muchos. Su propuesta, en pocas palabras, es clara: para combatir el hambre, se requiere de una reforma profunda de las estructuras de poder a nivel global.

Zygmunt Bauman, en su análisis de la modernidad líquida, examinó también cómo la lógica del consumo ha transformado nuestras relaciones y valores, generando un mundo donde la solidaridad se ha convertido en una preocupación secundaria. Asimismo, Bauman describió cómo el sistema capitalista ha impulsado la mercantilización de todo, incluido el bienestar humano. En este contexto, el hambre se convierte en un problema invisible para aquellos que están en posición de privilegio, ya que la atención se centra en el consumo personal y en la situación individual de cada cual. En otras palabras, la modernidad líquida fomenta la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, permitiendo que la inequidad siga aumentando.

Desde un punto de vista estrictamente ético, Martha Nussbaum propone en su teoría de la capacidad que todos los seres humanos deben tener la oportunidad de llevar una vida digna, lo cual incluye evidentemente el acceso a los alimentos adecuados. Concretamente, en su obra “Fronteras de la justicia” (2006), sostuvo que una sociedad justa es aquella que permite a todos sus miembros desarrollar sus capacidades básicas, entre las cuales se encuentra la alimentación y la salud (si se me permite una intrusión, yo incluiría de manera indisociable, también, a la educación de buena calidad).Nussbaum ha criticado también la falta de voluntad política para asegurar que las precitadas necesidades estén cubiertas universalmente, por lo que nos advierte que la pobreza y el hambre no solo reflejan fallas en la economía, sino también en la ética y en la política, que deben ser abordadas mediante políticas de desarrollo que garanticen el acceso masivo a los recursos básicos.

A la luz de lo expuesto anteriormente, es preciso que pensemos al hambre como una injusticia social profunda, arraigada en un sistema que permite que unos pocos tengan todo mientras que millones carecen de lo necesario para sobrevivir. Los autores que hemos citado coinciden en que la solución al hambre no se encuentra en la provisión de alimentos, sino en una reestructuración del orden social, económico, político y ético que rige nuestro mundo. Abordar el hambre exige un compromiso moral y político con la idea de equidad, intentando materializarla mediante acciones globales orientadas a la transformación de las estructuras de poder que se benefician de la exclusión y la pobreza, mientras dicen combatirlas.

“Los efectos nocivos de la cultura conspiratoria postmoderna”– Lisandro Prieto Femenía

 “En una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario”

George Orwell

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre el inmerecido y notable protagonismo que han ganado las teorías conspirativas en nuestros días, especialmente en la era digital, donde la información – y, lamentablemente, la desinformación- circula de manera inmediata y global. Consideramos que es necesario pensar sobre esta tendencia creciente y examinar por qué muchas personas parecen inclinarse hacia explicaciones espectaculares e irracionales en lugar de recurrir al conocimiento científico disponible.

Tengamos que cuenta que desde una perspectiva filosófica no servil a las modas, es crucial establecer la diferencia entre ciencia y pseudociencia, entre verdad y mentira, entre razón y mito, por lo que buscaremos exponer estas diferencias y criticar la proliferación de información falsa, intentando demostrar cómo el conocimiento de las teorías conspirativas es, en el mejor de los casos, entretenimiento, y no una forma válida de aprendizaje.

El primer paso en esta reflexión es intentar entender qué distingue a la ciencia de la pseudociencia, motivo por el cual es necesario remitirnos a Karl Popper, uno de los epistemólogos más influyentes del siglo XX, quien dedicó gran parte de su obra a diferenciar entre ambos conceptos. Según él, el criterio fundamental de una ciencia es la “falsabilidad”, es decir, la posibilidad de que una teoría pueda ser refutada mediante la observación o experimentación. Contrariamente, las teorías conspirativas se construyen sobre ideas que no pueden ser refutadas, ya que están diseñadas para absorber cualquier crítica como una prueba de la conspiración misma: este círculo cerrado de justificaciones absurdas es una señal clara de pseudociencia.

Desde un punto de vista estrictamente filosófico, el problema de la verdad y de la mentira ha sido motivo de discusión desde tiempos de Platón, quien ya denunciaba en su obra “La República” la influencia corruptora que tiene la “mentira noble” en la sociedad. Recordemos brevemente que en la filosofía platónica “episteme” se traduce comúnmente como “conocimiento” o “ciencia” y se refiere a un tipo de conocimiento objetivo y racional, que se alcanza a través del ejercicio de la razón: este conocimiento es el de las “Ideas”, o “Formas”, que para Platón representan la verdadera realidad. Por otro lado, nos encontramos con la “doxa”, que se traduce como “opinión” o “creencia”, y se refiere a las percepciones comunes que los individuos tienen sobre el mundo sensible, el mundo de las apariencias: según Platón, este conocimiento es provisional, incierto y muchas veces engañoso, porque la opinión es cambiante y sujeto a la corrupción, tornándose en un conocimiento inferior, limitado y excesivamente subjetivo, que no alcanza la verdad.

En pocas palabras, la diferencia entre “conocimiento” y “opinión” en Platón no es simplemente un debate entre conocimiento verdadero o falso, sino que resalta la importancia de distinguir entre lo que es genuinamente verdadero y lo que simplemente parece serlo. Esas “mentiras nobles” de las que nos hablaba el gran Platón no es más que la propaganda (antítesis del conocimiento profundo y racional), la cual permite que las creencias falsas se propaguen  y que las personas se aferran a ellas, dificultando la construcción de una sociedad informada y, en última instancia, más justa: no es casual que haya una terrible coincidencia entre los amantes de contenidos conspirativos y los amantes de los chismes y la difamación.

Posteriormente, en la era moderna, pensadores como Immanuel Kant sostuvieron que la mentira es siempre moralmente inaceptable, pues destruye la base misma de la confianza necesaria para el conocimiento compartido. Todo esto es comprensible si revelamos que las teorías conspirativas prosperan en un clima de desconfianza hacia el conocimiento establecido y muchas veces retuercen los hechos y tergiversan la información, intentando reemplazar la verdad con una narrativa simplificada y falsa. Este fenómeno es especialmente problemático en una era donde el pensamiento crítico es más necesario que nunca, ya que la capacidad de discernir entre verdad y falsedad es fundamental para resistir a la seducción de explicaciones fáciles y cuestionar las narrativas simplistas que ofrecen miles de youtubers delirantes alrededor del mundo.

«La mentira, bajo cualquier pretexto que sea, degrada a quien la usa» (Kant, 1785, “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”).

Actualmente, las principales responsables de la proliferación de mentiras disfrazadas de teorías científicas son las redes sociales, las cuales le abren las puertas al mundo de la comunicación y divulgación a hordas gigantes de trastornados a los que les aburre estudiar ciencia. La velocidad y el alcance de la información falsa es realmente alarmante, y muchas veces estas plataformas priorizan el contenido sensacionalista sobre el veraz: cuando usted, querido lector, escuche la frase mágica “lo vi en YouTube”, es pie para que huya de ahí inmediatamente.

Al respecto, Hannah Arendt nos alertó sobre los peligros de una sociedad que ya no puede distinguir entre hechos y ficciones. Este nivel de desinformación tiene consecuencias graves para la cohesión social y para el sentido de “comunidad” basado en un conocimiento compartido por todos. Cuando las teorías conspirativas se presentan como verdades alternativas, lo que se está socavando es el diálogo informado, mientras se disminuye el valor de la educación científica y del pensamiento crítico.

«El resultado de un reemplazo constante de la verdad con mentiras sistemáticas no es que las mentiras se acepten como verdad, sino que ya no existe la confianza en nada en absoluto» (Arendt, 1951, “Los orígenes del totalitarismo”).

Por lo anteriormente expuesto, es importante que comprendamos que el conocimiento de las teorías conspirativas puede ser visto como una forma de diversión, una narrativa en la que muchas personas encuentran emoción: sí, lo reconozco, es gracioso y entretenido pensar que alienígenas construyeron las pirámides de Egipto, pero de ahí a pensar que es remotamente posible, me podría llevar a rincones muy oscuros de la ignorancia, que siempre es atrevida. Es fundamental recordar que el entretenimiento no siempre se convierte en aprendizaje, y que la adopción de estas teorías sin cuestionamiento crítico puede tener graves repercusiones.

Un claro ejemplo de extrema gravedad es el movimiento anti-vacunas a nivel mundial, puesto que las consecuencias de semejante campaña de desinformación atenta directamente contra la vida y la supervivencia de los seres humanos en general. Dicho movimiento ha ganado fuerza especialmente en la última década y se basa, en gran medida, en teorías conspirativas y en la desconfianza hacia la ciencia médica. Sus defensores sostienen, entre tantas pavadas, que las vacunas son peligrosas y que, en lugar de prevenir enfermedades, pueden causar graves efectos secundarios, llegando incluso a vincularse falsamente con niveles de autismo. Este tipo de ideas, propagadas ampliamente a través de redes sociales y sitios web de dudosa procedencia, han generado un rechazo hacia la vacunación en algunos sectores de la población, derivando ello en problemas sustanciales corroborados en el sistema público y privado de salud.

Esta cuasi-teoría anti vacunas tuvo uno de sus inicios notorios en el año 1998, cuando el médico Andrew Wakefield publicó un estudio en “The Lancet” que sugería una relación entre la vacuna triple viral (MMR) y el autismo. A pesar de que el estudio fue rápidamente desacreditado por la comunidad científica a la vez que se le quitó la habilitación a Wakefield para ejercer la medicina por fraude y mala praxis, la idea ya había calado profundamente en un imaginario colectivo debilitado por la sistemática estupidez sembrada por los medios masivos de comunicación.

Concretamente, la investigación delirante de Wakefield carecía de evidencia suficiente y fue criticada por carecer de rigor metodológico, algo esencial para la ciencia, como referenciamos en Karl Popper cuando él enfatizó que “las teorías científicas deben ser falseables” (Popper, 1963, “Conjectures and Refutations”).

Ahora bien, las consecuencias de este tipo de desinformación banal, que alimenta a gente poco crítica que en su vida leyó una página entera de un libro, son profundamente graves. En las últimas décadas, hemos visto resurgir enfermedades que estaban prácticamente erradicadas en algunas partes del mundo gracias a las campañas de vacunación masiva, como por ejemplo el sarampión. Según la OMS, entre el año 2010 y 2020, los brotes de sarampión han aumentado drásticamente en varias regiones del planeta, especialmente en comunidades con bajos índices de vacunación: este resurgimiento ha causado cientos de muertes y ha puesto en riesgo la salud de las personas, sobre todo de inmunocomprometidos, niños y ancianos que dependen de la inmunidad de grupo para protegerse de estas enfermedades, demostrándose así que la pereza intelectual puede costarnos bastante caro.

Justamente por ello citamos anteriormente a Hannah Arendt, porque ella destacó la importancia de vivir en una “sociedad basada en la confianza en las instituciones”  para el funcionamiento del conocimiento compartido y la cohesión social (Arendt, 1951, “Los orígenes del totalitarismo”). El movimiento anti-vacunas socava explícitamente esta confianza en las instituciones de salud y en la ciencia médica, promoviendo una visión distorsionada en la que se percibe a las farmacéuticas, los médicos y los investigadores como parte de una supuesta conspiración contra la población. Ahora bien, si hacemos cuentas, la cantidad de personas salvadas por dementes divulgadores de estas teorías es abismalmente menor que las vidas recuperadas por gente que sí estudió.

La expansión de estas teorías también ha logrado erosionar la relación que existe entre las personas y el conocimiento científico, haciendo que se convierta en una herramienta política y emocionalmente cargada de confusión, en lugar de ser una fuente de información confiable al servicio del conocimiento. Esto coincide con las advertencias que nos ofreció Carl Sagan, quien afirmaba que “la pseudociencia prospera en la falta de escepticismo y en la fe ciega en ideas que simplemente suenan bien” (Sagan, 1995, “El mundo y sus demonios”) o, en criollo, que la mentira reina cuando se suspende el juicio crítico.

El problema, amigos míos, es que cuando se ignora el conocimiento basado en evidencia y se siguen teorías infundadas, las decisiones que se toman afectan no sólo a los perezosos que las creen, sino a toda la sociedad. Por ejemplo, los padres que deciden no vacunar a sus hijos, no solo ponen en riesgo a sus propias familias, sino también a quienes no pueden vacunarse debido a razones médicas bien fundadas. Los efectos negativos se ven amplificados en entornos comunitarios, donde la falta de vacunación puede llevar a brotes generalizados, como se ha visto en diferentes retornos de sarampión, difteria y otras enfermedades totalmente prevenibles por vacunas.

El caso puntual del movimiento antivacunas es simplemente un recordatorio de la importancia que tiene saber distinguir entre conocimiento real y desinformación, entre ciencia y payasada sin fundamentos. Al entender que las teorías conspirativas pueden resultar en graves consecuencias para la salud pública y para la estabilidad social, se hace claro por qué es fundamental basarse en evidencia científica al tomar decisiones cotidianas. Nuestra comunidad debe resistir a la tentación de las explicaciones triviales y, en cambio, valorar la ciencia como un proceso continuo de aprendizaje y mejora, confiando en la información que proviene de fuentes rigurosas y verificadas.

Si queremos apuntar a una humanidad menos idiota y más solidaria, debemos reafirmar el valor de la ciencia y la importancia de buscar explicaciones basadas en evidencias contrastables por la razón. Al estudiar las causas de los eventos con el conocimiento contrastado disponible, en lugar de recurrir a atajos mentirosos y perezosos, podemos cultivar una visión del mundo mucho más rica y fundamentada en la verdad, algo que en la postmodernidad causa alergia a muchos, pero salva millares de vidas a diario.

“El valor de ser uno mismo”- Lisandro Prieto Femenía

«Es muy aventurado ser uno mismo. Es más fácil y seguro ser como los otros, convertirse en una imitación, en un número en una cifra de la multitud» —

Søren Kierkegaard.

Hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que siempre es actual, no importa la época en la que estemos parados, a saber, la búsqueda de la autenticidad que se enfrenta crudamente con la tendencia constante de masificarse en una sociedad enferma, sólo para encajar. En otras palabras, amigos míos, hoy trataremos de pensar si realmente vale la pena ser uno mismo cuando nadie quiere conocerse a sí mismo.

Las palabras de Kierkegaard citadas precedentemente señalan la esencia de una lucha existencial que enfrenta el individuo (que decide pensar) en su búsqueda de la autenticidad. El filósofo danés, considerado como uno de los padres del existencialismo, nos desafía a confrontar la difícil (pero hermosa y digna) tarea de descubrir y vivir conforme a nuestra verdadera esencia, una labor que, según él, implica un riesgo considerable. Pero, ¿por qué es peligroso conocerse a uno mismo, querido Søren? Pues bien, el mundo fue siempre un lugar donde la presión social y las expectativas externas son excesivamente abrumadoras y, en medio de esa tormenta, optar por ser uno mismo, es un acto de valentía que pocos se atreven a realizar.

Evidentemente, esta reflexión se centra en la autenticidad como concepto estrictamente existencialista, motivo por el cual vamos a recurrir, en primer lugar, a Jean-Paul Sartre, otro destacado pensador de esta corriente que reflexiona sobre la importancia de no ser un zoquete servil a la masa atontada. En su célebre obra denominada “El ser y la nada”, Sartre sostuvo que muchas personas prefieren vivir según los roles sociales predeterminados en lugar de asumir la responsabilidad de crear su propio sentido de ser. Visto así el asunto, la libertad de ser uno mismo está indisolublemente ligada a la acción consciente y responsable, lo que implicaría un rechazo activo de la conformidad pasiva que nos quieren vender permanentemente como ideal de pertenencia.

«No existe más realidad que en la acción» (Sartre, 1943, p. 88).

En pocas palabras, según Sartre, uno es libre cuando se atreve a actuar conforme a su reconocimiento. En este sentido, es preciso recordar que en el prólogo de “Los condenados de la tierra”, de Frantz Fanon, Jean Paul escribe: “Soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, frase que encapsula la idea de que, aunque las circunstancias nos moldean, no estamos completamente determinados por ellas, puesto que la autenticidad reside en reconocer nuestra situación real no idealizada, nuestras limitaciones concretas y, aún así, elegir cómo responder a la vida con ellas a cuestas. No somos mero producto de nuestra infancia, familia, tradición, historia o de las expectativas sociales y culturales, puesto que tenemos una capacidad (siempre limitada adrede) de transformar nuestra existencia a través de nuestras decisiones libres. Así, ser uno mismo, en el pensamiento del francés que mientras lee, repasa, es un acto de creación continua puesto que asumimos la responsabilidad de nuestras elecciones y, por ende, de nuestro ser.

Sobre el enunciado “soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, aparte, podemos desglosar dos cuestiones más. La primera, muy común lamentablemente, es la tendencia despreciable que tienen tantas personas emocionalmente mezquinas que en lugar de hacerse responsables de su formas patéticas de actuar, pensar y hablar, siempre se justifican diciendo una de las frases más violentas que puedan llegar a existir: “yo soy así, al que le guste bien y al que no, también”. Pues no, ser un cretino no es “ser uno mismo” justamente porque en este caso particular se está utilizando el argumento se un ser pre-moldeado que es incapaz de actuar interpretando el medio que lo rodea. Absolutamente nadie tiene derecho de culpar a otros por lo que uno es: sí, nuestra crianza nos marca, nos delinea, pero es sólo la base desde la cual nos empezamos a elevar cuando tenemos mayoría de edad mental. Así que ya saben, amados lectores, cuando alguien les conteste así, ya tienen en el bolsillo una respuesta demoledora de patanes negadores de sus decisiones.

El segundo aspecto que vale la pena analizar del “soy lo hago con lo que hicieron de mí” es algo que, en lo particular, me parte al medio siempre, sobre todo cuando escucho a un niño decirse a sí mismo “es que soy tonto”, “es que soy torpe”, “es que soy un inútil”. Es fatal justamente porque el infante, en su precoz proceso de autorreflexión existencia, considera que aquello que le dicen los padres, los abuelos, los tíos o cualquier referente familiar o de autoridad, es un reflejo de la realidad, cuando en el fondo, no es otra cosa que un maltrato innecesario ejecutado por personas despreciables que necesitan menospreciar la autoestima de un niño como metodología de crianza mezquina. Ante estas situaciones, los seres humanos normales, deberían interrumpir ese acto de auto-desprecio que realiza el niño y recordarle que absolutamente todo lo que le han dicho de sí mismo son patrañas, que quienes se lo han inculcado son imbéciles y que él, con sus defectos y virtudes, es un ser maravilloso plagado de infinitas posibilidades de cara a una vida feliz.

Continuando con el análisis de “ser uno mismo”, es momento de preguntarnos, entonces, ¿qué papel juega la presión y la conformidad de la sociedad? En este sentido, nos viene genial recurrir a Nietzsche, un crítico feroz de la moralidad tradicional y de la cultura occidental judeo-cristiana ante la cual, por motivos personales, estaba completamente resentido. En su obra “Así habló Zaratustra” criticó a aquellos que siguen ciegamente las normas sociales y se “conforman” con las expectativas de los demás, catalogando esa clase de personas como “el último hombre”, “el más despreciable, el que ni siquiera se desprecia a sí mismo” (Nietzsche, 1883, p.10). Como contraparte, nuestro filósofo bigotón y enojón aboga por el desarrollo del «Übermensch» (superhombre), que vendría a ser un individuo que trasciende la moral convencional para crear sus propios valores y vivir según ellos: este súper-hombre no se conforma con ser parte de la masa, sino que busca continuamente su propia transformación y superación.

Paralelamente, introduce la idea del “eterno retorno”, una concepción filosófica que desafía al individuo a imaginar que cada momento de su vida debe ser vivido una y otra vez, eternamente. Según Nietzsche, esta idea es la prueba suprema de la autenticidad: ser uno mismo implica aceptar la vida tal como es, con todas sus alegrías y sufrimientos, y desear vivirla de nuevo sin arrepentirse de nada. Justamente por eso es importante que no temamos ser auténticos: la aceptación del eterno retorno de lo mismo no es sólo un acto de coraje, sino de total afirmación de la vida ya que se es uno mismo cuando asumimos nuestro destino con tal intensidad que estaríamos dispuestos a repetir nuestra vida eternamente. Esto lo podemos apreciar, en todo su esplendor y belleza, cuando nos encontramos con ancianos y les preguntamos “¿de qué te arrepientes, abuelo?” y te contestan “de absolutamente nada”. Qué fantástica y hermosa forma de haber vivido, ¿verdad?

«¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se colara furtivamente en tu más solitaria soledad y te dijera: ‘Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla una vez más y una infinidad de veces más’?» (La gaya ciencia, 1882, §341).

Por último, y no por ello menos importante, no podemos dejar de lado a Martin Heidegger, quien influenciado por Kierkegaard, también exploró el concepto de autenticidad en su célebre obra “Ser y tiempo”. Recordemos que Heidegger utiliza el término “inautenticidad” para referirse a la existencia de aquellos que viven según las expectativas de la “gente” (das Man), o como siempre enunciamos, en el mundo del “se dice”, perdiendo así la singularidad y la libertad.

«La inautenticidad es la caída en el mundo y el olvido del ser» (Heidegger, 1927, p. 220).

Todos somos conscientes de lo marcada que está la vida cotidiana por aquello que Heidegger denominaba “ser-en-el-mundo”, donde el individuo se encuentra inmerso en las actividades y preocupaciones diarias, a menudo bajo la influencia del consumo desproporcionado de noticias intrascendentes o de modas y estilos de vida banales y vacíos que le dan importancia a cosas que, en el fondo, no la tienen. Esta es la condición de inautenticidad, en la que el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros) se pierde en el mundo de las expectativas sociales, viviendo de manera hueca, impersonal y conformista.

Pero, seguramente usted se estará preguntando ¿pero qué es ser auténtico? Pues bien, según Heidegger la autenticidad surge cuando nos enfrentamos a la pregunta fundamental por nuestro propio ser. Esto ocurre principalmente a través de la confrontación con la muerte, que Heidegger llama “ser-para-la-muerte”: la muerte es el horizonte final que da sentido a nuestra existencia, y es sólo en la comprensión de nuestra finitud que podemos alcanzar una vida auténtica. Así, pues, la autenticidad radica en el reconocimiento de nuestra extremadamente limitada temporalidad y en la decisión de vivir de acuerdo con nuestra posibilidad de ser, en lugar de dejarnos guiar por las payasadas propias del mundo del “se dice” o por los valores preestablecidos por la moda circunstancial de la época en la que nos tocó vivir.

El Dasein, el ser-ahí, o sea, el único ser que se pregunta por su ser, se abre a la posibilidad de una existencia auténtica cuando “ha comprendido su propia existencia en su posibilidad más extrema, es decir, en su ser-para-la-muerte» (Ser y tiempo, 1927, p. 299). Cuidado amigos, esta comprensión no es un simple conocimiento intelectual, sino una experiencia vivida que transforma la manera en que nos relacionamos con nuestro propio ser y con el mundo: hagan la prueba ustedes mismos, noten cuál es la actitud ante la vida de alguien que niega la posibilidad de su muerte y contrasten con aquellos que abrazan abiertamente la idea de la finitud.

Lamento recordarles nuevamente que esto es filosofía, acá se mastica mucho el problema y no se regalan, al estilo de autoayuda exprés, ninguna solución simplona. La autenticidad, por lo tanto, no es un estado permanente, como tampoco lo es la felicidad, sino que se trata de una tarea constante, una manera de vivir que implica estar siempre consciente de nuestra propia finitud y de las posibilidades que tenemos de ser. En esta perspectiva, “ser uno mismo” es la capacidad de “estar resuelto”, según Heidegger, que no es otra cosa que vivir de acuerdo con nuestra propia comprensión del ser, a pesar de las inevitables distracciones y tentaciones de la estúpida y sensual inautenticidad.

En fin, amigos míos, propender a “ser uno mismo” es un desafío constante y una lucha contra la tendencia a la unificación, a la masa y a la conformidad vacía. Vivir de manera auténtica no es hacerse el rock-star o el rebelde sin causa, para nada, sino que requiere de un compromiso con la libertad y la responsabilidad personal, lo cual es un acto radical en un mundo que a menudo valora que seamos todos iguales e individualmente no seamos nada. En este fango en el que vivimos, entonces, la autenticidad no es una cuestión de descubrir quiénes somos, sino de atrevernos a serlo, a pesar de los riesgos y las incertidumbres que esto conlleva. Pero, ¡carajo que vale la pena intentarlo!

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La Fortaleza de la Bondad- Lisandro Prieto Femenía

«Me resisto a ser parte de un mundo que considera débil a la gente amable»

Keanu Reeves

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar acerca de un superpoder humano que ha sido despreciado a lo largo de toda la historia, pero hoy, con más énfasis, puesto que vivimos en un mundo cada vez más competitivo y egoísta que considera a la bondad como una señal de debilidad extrema. No es casual que esta visión contraste radicalmente con las enseñanzas de la tradición filosófica y religiosa, que a menuda han celebrado la bondad como una de las virtudes esenciales. La frase de Keanu plantea una crítica que merece una reflexión profunda y necesaria

San Agustín de Hipona (354-430) en su obra monumental “Ciudad de Dios” (426), realiza una diferenciación entre la “ciudad terrena” y la “ciudad celestial”, presentando a la primera como una sociedad dominada por el amor propio, la mezquindad y el orgullo, mientras que la segunda está fundamentada en el amor a un ser trascendente, Dios, y al prójimo por igual. Es que para San Agustín, la verdadera fortaleza de la humanidad reside en la humildad y en la caridad, virtudes que son constantemente malinterpretadas como debilidades en esta ciudad posmo-terrenal. Concretamente, el santo de Hipona expresa que “el bien es la causa de la buena voluntad; el mal, de la mala voluntad; y que una y otra obra depende de la intención del que obra, la cual se sigue de la voluntad”, destacando cómo la bondad, lejos de ser una debilidad, es la manifestación explícita de una voluntad orientada al bien, una fortaleza que trasciende los intereses personales y egoístas.

Bien sabemos que en la sociedad contemporánea, influenciada por el individualismo extremos y el materialismo hueco, la bondad a menudo es considerada como una vulnerabilidad de los “giles”. Ser bondadoso implica, en muchos casos, exponer nuestras emociones, haciéndonos ver vulnerables y actuando desinteresadamente, lo cual puede ser percibido como una falta de astucia en un entorno mediocre que sólo valora la competitividad y la auto-preservación por encima de todo. Un claro ejemplo filosófico de los paladines de la moral contemporánea es Nietzsche (1844-1900), quien en su crítica a la moral cristiana ve la compasión y la bondad como claros signos de debilidad. Particularmente en su obra “Genealogía de la moral” (1887) sostiene que las virtudes cristianas son una forma de “resentimiento” de los débiles hacia los fuertes, habilitándonos este contraste con la versión agustiniana ya que nos permite explorar cómo los valores van siendo reinterpretados a lo largo del tiempo, al punto de ser algunos considerados una virtud fundamental hasta llegar a ser un supuesto defecto, en un mundo que idolatra la fuerza y el poder. Así estamos, gracias Friedrich.

Aún así, como bien saben amigos míos, filosofar no es sólo criticar y llorisquear por lo que está mal, por lo cual procedamos a reflexionar sobre la posibilidad de la resistencia necesaria a ser parte de un mundo que desprecia los gestos bondadosos. Esta resistencia es, en sí misma, un acto de fortaleza moral individual y social justamente porque la bondad auténtica no busca ningún tipo de reconocimiento ni retribución, sino que es una expresión del verdadero carácter humano, como sostiene Agustín en la “ciudad celestial”, donde la justicia, la paz y el amor al prójimo son los valores supremos (fuerte es el bueno que sufre, no el tonto que hace sufrir a los demás).

Por su parte, el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855)  también abordó esta paradoja moral, particularmente en su obra emblemática “Temor y temblor” (1843), donde explora la idea de la fe como una “fuerza de la debilidad”. Sí, así es, una fuerza, de la debilidad, ¿se entiende? A ver, según Kierkegaard, “la grandeza de la vida no se mide por la ausencia de pruebas y tribulaciones, sino por la capacidad de enfrentarlas con fe y amor” (Kierkegaard, 1843/1983). Vista así, la bondad se revela como una clara forma de resistencia ante un mundo que busca permanentemente deshumanizarnos y despojarnos de nuestras virtudes más elevadas. Ahora bien, seguramente usted se preguntará ¿por qué?, ¿qué necesidad tienen los seres humanos de someterse los unos a los otros en esta dialéctica despiadada de la crueldad?

La respuesta a esta cuestión es bastante complicada y no la vamos a resolver en un artículo de un periódico. Pero al menos, tratemos de encontrar atisbos de claridad en la comprensión mediante el análisis de la naturaleza humana y la estructura social que ha “evolucionado” a lo largo de la historia. Según San Agustín, la raíz de esta tendencia destructiva se encuentra en el primado de la maldad, la gobernanza misma de la ciudad terrena, donde el abunda el egocentrismo y el deseo de dominación por sobre el amor a Dios (o la idea de Bien pura) y a nuestro prójimo. En la “Ciudad de Dios”, Agustín sostuvo que la humanidad, tras la Caída, se ha alejado de su propósito original, sumergiéndose en un estado de desorden y pecado que se manifiesta en la lucha constante por el poder, la dominación y  el control, lo que nos lleva a la deshumanización y la crueldad.

“El pecado de los hombres consiste en el hecho de que, por su propia voluntad, abandonan al que es el bien sumo y eterno, y, despreciando la luz interior de la verdad, se apegan a los bienes temporales y perecederos” (San Agustín, 2001, p. 215)

Evidentemente, este apego a lo efímero y temporal genera una competición feroz, donde la bondad es vista como una debilidad que no encaja en el paradigma de la supervivencia y el éxito material e individual. La dialéctica de la maldad no es otra cosa que la voluntad de poder puesta como fuerza motriz detrás de todas nuestras acciones, fuerza que puede manifestarse de manera constructiva o destructiva. Como Nietzsche, si consideramos que la bondad es un freno artificial a esta voluntad de poder, o una limitación que los “espíritus fuertes” buscan superar para conseguir sus objetivos mediante la crueldad y la dominación, entonces entenderemos un poco más la lógica moral de nuestros días.

Sin embargo, esa interpretación nietzscheana colisiona de frente con la agustiniana, que nos dejó bien claro que la verdadera fuerza, que no radica en el sometimiento de otros, sino en el dominio de uno mismo a través de la virtud, deja a la crueldad en una situación de debilidad espiritual: en criollo, amigos míos, no se confundan, quienes se muestran como mandamases en un mundo violento no son más que débiles esclavos, inseguros y mediocres servidores del temor que les produce acercarse un poquito a la luz del amor verdadero. La exaltación del proceder de estos cobardes ha logrado que la humanidad haya perdido el sentido de su verdadero propósito y que, en su desesperación, intenten llenar ese vacío mediante la violencia y la opresión, ya que no pueden ser respetados por lo que son, se hacen respetar por temor (pero bien sabemos que ese tipo de respeto, tiene vencimiento, como el yogurt).

En este contexto teórico, la bondad emerge ciertamente como una forma de resistencia, precisamente porque se opone a esta lógica mediocre de la crueldad, disipada y promocionada como medio para tener una vida exitosa. Pues no, queridos, no, puesto que la persona bondadosa, lejos de ser débil, lleva consigo una fortaleza superior que rechaza la tentación de dominar y someter a los demás, eligiendo en su lugar el camino más difícil, pero a la vez más dulce, a saber, el de la compasión y la empatía. Es, en esta resistencia, donde encontraremos la verdadera libertad, una libertad que no consiste en la capacidad de hacer lo que se nos cante, sino en la capacidad de elegir correctamente el bien en medio del mal, de construir una vida digna en un mundo que parece haberse olvidado de su vocación más noble, a saber, la capacidad de amar como capacidad de transformación que logra los cambios necesarios mediante el desafío de las estructuras de poder que perpetúan la deshumanización.

Pues bien, al considerar la bondad como una debilidad, nuestra sociedad está corriendo el riesgo de continuar este proceso de deshumanización constante que inició desde que estamos en este mundo, pero concretamente y con más ahínco, desde la Segunda Guerra Mundial con todas las atrocidades que sentaron las bases para un mundo que posteriormente iba a continuar denigrándose, pero con buenos modales. Lo que se ha conseguido con este modelo pervertido de considerar estúpido al bueno es que se ha relegado al margen todas las virtudes que permiten la cohesión social y la verdadera felicidad (sin una, no hay otra). San Agustín nos recuerda que la verdadera fuerza radica en el amor, en la construcción de una “ciudad celestial”, aquí y ahora, no post-mortem, en medio de un mundo que exalta, promociona, vende y convence que lo efímero y lo superficial es realmente lo esencial.

Para concluir, consideramos necesario afirmar que resistir, en este ámbito moral específico, incluye principalmente, el hecho de no sucumbir a las tentaciones de conformarnos con una visión triste del mundo que desprecia todo aquello que pueda oler a bondad. Sí, como señaló el actor de Neo en Matrix, debemos ser firmes en nuestra convicción de que la bondad es, en realidad, una de las mayores fortalezas que podemos poseer, justamente porque es a través de ella, y no “a pesar de ella”, que construimos un mundo más justo, compasivo y verdaderamente humano.

La gratitud no sólo es la mayor de las virtudes,

sino que es la madre de todas las demás»

Cicerón

Supo ser un bien moral común entre nuestros antepasados, pero hoy es una joya despreciada e infravalorada, pese a su tremenda escasez. Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto lamentablemente tan común en la cotidianidad de las interacciones humanas, a saber, la ingratitud como forma de vida naturalizada por una sociedad cada vez más mezquina y frívola. Se trata evidentemente de un vicio lamentable que podría definirse como la falta de reconocimiento, reciprocidad y agradecimiento hacia gestos de generosidad o de buena educación recibidos por otros.

El precitado comportamiento nos ha empujado permanentemente a erosionar las relaciones interpersonales al mismo tiempo que ha soslayado profundamente el tejido moral de las sociedades en las que hasta hace muy pocas décadas, lejos de ser un lujo de pocos, la gratitud era la moneda corriente de la «normalidad», tan detestada por las éticas líquidas posmo progres afrancesadas. En este breve artículo trataremos de explorar el concepto, su etimología y brindaremos algunas reflexiones sobre su impacto en la moralidad y la convivencia humana.

Bien sabemos que el vocablo «ingrato» proviene del latín ingratitudo, compuesto por el prefijo in (que denota «negación», «ausencia» o «carencia») y gratitudo (gratitud, gratuidad). Evidentemente, este término latino deriva de gratus, que significa «agradable», «grato» o «agradecido». Vista así, desde el simple análisis etimológico, la ingratitud es la ausencia de agradecimiento o la falta de reconocimiento hacia un favor recibido gratuitamente, a cambio de nada más que un sencillo «gracias».

Recordemos brevemente al gran Séneca, quien dedicó gran parte de su obra a reflexionar sobre las virtudes y los vicios de los seres humanos. En sus «Cartas a Lucilio» describió la ingratitud como uno de los vicios más despreciables, argumentando que se trata lisa y llanamente de un acto de injusticia que viola la reciprocidad fundamental y necesaria para el correcto desenvolvimiento de las relaciones humanas. Para el romano, la gratitud sería esencial para mantener la cohesión social mientras que la ingratitud es una amenaza directa que amenaza con deshilachar el tejido moral de cualquier comunidad.

«La ingratitud es la abominación de las almas viles; el hombre agradecido es uno de los mejores frutos de la nobleza humana» Séneca, 65 d.C.

Como podemos apreciar, la gratitud es un concepto profundamente ligado a la filosofía estoica, escuela de pensamiento propia de la antigua Grecia y Roma que reivindicaba el valor precitado no sólo como una virtud, sino como una herramienta crucial para alcanzar la tranquilidad y la felicidad en una vida con sentido. Particularmente, Marco Aurelio, uno de sus más destacados exponentes, dedicó parte considerable de sus reflexiones a este asunto, ofreciéndonos un contraste notable con la ética imperante actual, dominada por el individualismo y la atomización social.

En sus «Meditaciones», Marco Aurelio destacó la importancia de la gratitud como un medio necesario para cultivar la sabiduría y la fortaleza interior. En el Libro II, sostiene que al levantarnos por la mañana, deberíamos pensar en el precioso privilegio de estar vivos, de respirar, de poder pensar, de tener la capacidad de disfrutar y de amar. Lejos de ser una típica frase motivacional de coaching ontológico de hipermercado de autoayudas, lo que nuestro filósofo emperador nos está queriendo indicar es que esta simple pero profunda práctica de reflexión sobre las «bendiciones» cotidianas que no apreciamos, es una manera clave de enfocar la mente en lo que realmente importa y de desarrollar una actitud de agradecimiento fundamental para la serenidad necesaria de una mente que necesita pensar (como bien sabemos, con hambre y ruido, es difícil pensar).

«Recibe sin arrogancia, deja ir sin apego» M. Aurelio (Meditaciones, Libro VIII,33).

Ya en la modernidad, el filósofo empirista del siglo XVIII David Hume, sostuvo en su «Tratado de la naturaleza humana»   que las emociones y las costumbres son fundamentales para una moralidad que apunte a la paz social. El rol que jugaría la ingratitud es atentar contra las normas que nos unen en igualdad de condiciones ante la ley mientras que deteriora la esperanza de vivir entre personas civilizadas, simbolizada en la reciprocidad. Según Hume, la gratitud es una respuesta natural a la benevolencia mientras que su contraparte, la ingratitud, es una afrenta directa a los sentimientos humanos nobles y la común unión de los ciudadanos.

«La ingratitud es un defecto que los seres humanos condenan porque rompe los lazos de la sociedad y la amistad» D. Hume, 1739.

En su «Fundamentación de la metafísica de las costumbres», Immanuel Kant argumentaba que la ingratitud es básicamente inmoral porque no puede ser universalizada como una ley moral. Pobre Kant si se levantase entre los muertos y pudiera apreciar que su presuposición era más un deseo que una proposición asertiva. Recordemos que el filósofo alemán postuló un imperativo categórico, el cuál dictaba que  uno debe actuar según aquellas máximas que pueden convertirse en una ley universal (en criollo, señor, señora, no le haga a los demás lo que a Ud. no le gustaría que le hagan). Pues bien, la ingratitud, al no poder ser universalizada sin que ello implique socavar el principio mismo de la moralidad, se consideraba moralmente incorrecta. En palabras del mismo Immanuel:

«Actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, y nunca simplemente como un medio» (Kant, 1785).

La pista kantiana, aunque desactualizada y carente de sentido, puesto que su deseo claramente nunca se llegó a concretar, nos da una pauta bastante clara para entender por qué hoy es tan común y está tan bien vista la ingratitud: contrariamente al postulado de Kant, pareciera ser que en tiempos posmo-progresistas líquidos las acciones, gestos y apoyos de las personas radican en la consideración de ver a los demás como medios para fines, y no como fines en sí mismos. Cuando sucede esta degeneración moral, la humanidad deja de considerar la gratuidad del gesto y comienza a darle valor solamente a aquello que le pueda servir para sus fines particulares en el marco de una ética establecida con firmeza en la individualidad de un sujeto patéticamente frívolo, vacío y egoísta.

Tal vez usted se pregunte ¿qué tiene que ver el egoísmo con la gratitud? Pues bien, no se me ocurre una práctica de humildad y reconocimiento de la interdependencia humana (del «otro») más importante que la gratitud. Siguiendo el hilo del gran Marco Aurelio, es preciso reconocer que «todos estamos trabajando juntos para un mismo fin, algunos con conocimiento y otros sin saberlo» (Meditaciones, Libro VI,42). Esta perspectiva nos recuerda que nuestras vidas están profundamente entrelazadas y que debemos estar agradecidos por las contribuciones de los demás por dos motivos sencillos: primero, no somos, ninguno de nosotros, cien por ciento autosuficientes y segundo porque absolutamente nadie llega a ningún lado en este mundo sin el apoyo y el cariño de los demás (nuestros antepasados, nuestros padres, nuestros vecinos, amigos, etcétera).

¿Por qué reflexionar sobre ésto hoy? Porque estamos atravesados por el individualismo y la atomización social mediante un ethos que valora desmedidamente una falsa autonomía personal y éxitos individual e indivisible, lo cual nos ha llevado a considerar la gratitud como una debilidad o una concesión de dependencia de los demás: los ingratos consideran que la buena gente es idiota y hay que sacar provecho a más no poder de ellos. A ver si nos entendemos: está todo bien con celebrar cierta independencia y algún que otro supuesto auto-empoderamiento, pero considerar que ese es el fin de la vida misma (y no un medio) nos ha empujado a una nauseabunda visión transaccional de las relaciones humanas donde el agradecimiento sólo existe en un vínculo de reciprocidad directa («yo te doy, si tú me das») y no en una apreciación genuina de las relaciones humanas con sentido existencial que deje de ver «al otro» como cosa útil.

…La ingratitud como forma decadente de estar en el mundo- Lisandro Prieto Femenía

«Abordando la cobarde tolerancia a la maldad»

13 abril 2024 «La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad» Thomas Mann.

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto muy preocupante, sobre todo por su aparente silencio: la tolerancia a la maldad. Bien sabemos que estamos viviendo en un era en la que se nos insta permanentemente a ser tolerantes y comprensivos desde un punto estrictamente formal de la discursividad, pero que, en el plano de lo real, está atravesada por la violenta imposición y presión de usos y costumbres bastante flojas de papeles. Justamente por ello, hoy queremos invitarlos a analizar los límites de la tolerancia, específicamente cuando se trata de soportar a la maldad.

Cuando Karl Popper sostuvo que la tolerancia «ilimitada» nos lleva a la desaparición misma de la tolerancia y a la fundación de una intolerancia normalizada, nos indicó claramente que el soportar no debe ser nunca un pretexto para permitir que la maldad prolifere en nuestras sociedades. Por deducción lógica natural, si pretendemos extender esa «tolerancia ilimitada» incluso a aquellos despreciables que son realmente intolerantes, si no estamos preparados para defender de verdad una sociedad tolerante contra la embestida de ellos, entonces los «tolerantes» serán destruidos y toda paciencia de tolerancia junto con ellos.

Como habrán podido apreciar, queridos lectores, la herramienta esencial para discernir entre lo correcto e incorrecto, entre lo justo y lo injusto es, sin lugar a dudas, el pensamiento crítico (que no es otra cosa que el resultado de una educación para la libertad de sujetos que no temen tener criterio propio para analizar su realidad). Sin embargo, en un mundo desgarrado completamente por la era de la desinformación, en la que se nos bombardea permanentemente con datos y opiniones, se hace difícil encontrar dicho «criterio», aunque es el mayor desafío puesto que, como nos legó Bertrand Russell, «el deseo de liberar a los demás de sus errores es un signo de que uno mismo también los comete». Para no ser cómplices del precitado sistema de estupidización masiva, es necesario no solo que critiquemos la malicia, sino también todas las estructuras y sistemas que las propician y perpetúan.

Ahora bien, y esto es crucial: no se puede pensar sin rendijas, intersticios y pequeños espacios de libertad. Ustedes amigos saben mejor que yo que se ha confundido la «libertad de expresión» con la libertad de agresión, a un punto tal que hemos llegado al extremo de presenciar agendas globales que utilizan esta libertad para utilizarla como escudo para difundir discursos de verdadero odio y promoción de violencia explícita sin consecuencia alguna. Dadas así las cosas, nos tenemos que preguntar, inevitablemente: ¿en qué clase de democracia creemos que vivimos si su pilar fundamental, la libertad, no es más que un recurso de unos pocos para someter a la gran mayoría?

Vuelve a sonar fuerte la voz de Voltaire, quien nos recordaba que la tolerancia tiene sus límites, más allá de los cuales se convierte directamente en complicidad con la injusticia. En su Tratado sobre la tolerancia, defendió ardientemente la libertad de pensamiento y religión, pero también advirtió con claridad quirúrgica sobre los peligros de una tolerancia boba o indiscriminada. Tolerar, en este sentido, no implica aceptar pasivamente cualquier idea o práctica social, sino más bien reconocer la dignidad y los derechos fundamentales de cada individuo en una sociedad. Ahora bien, este tolerar tiene sus límites, especialmente cuando se trata de ideas que se disfrazan de tolerantes pero promueven la opresión y la exclusión.

Bien sabemos que por su contexto Voltaire fue un crítico feroz de la intolerancia religiosa y la persecución política, pero al leerlo hoy, en el primer cuarto del Siglo XXI, nos saos cuenta que se opuso con vehemencia a aquellos que utilizan la tolerancia como pretexto para imponer sus propias creencias e intereses, mientras que buscan con ello restringir directamente la libertad de los que no quieran ser silenciosos adeptos. No es casual que en sus «Cartas filosóficas» haya dejado establecido su lema sobre este asunto: «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo», dejando explicitado con claridad que el desacuerdo es sagrado siempre y cuando medie entre las partes el respeto mutuo que garantice la convivencia civilizada.

Siguiendo el hilo de Voltaire, debemos evitar que la tolerancia se convierta en la virtud de los tibios que no tienen convicciones. Por el contrario, es necesario fomentar, desde la educación familiar y formal, que los seres humanos apunten a la verdadera tolerancia que implica tener la valentía de defender nuestros principios y valores, incluso cuando ello implique tener que confrontar con aquellos que promuevan ideas intolerantes o discriminatorias disfrazándose de pseudo pluralismo marketinero.

Por su parte, John Stuart Mill en su utilitarismo discutible en parte, sostuvo que la única libertad que merece su nombre es la perseguir nuestro propio bien a nuestra manera, siempre y cuando no intentemos privar a otros de la suya». Visto así, la tolerancia hacia la maldad podría ser una negación de esta libertad, ya que habilita que se coarte la libertad de aquellos que son realmente víctimas de la injusticia y la opresión. Evidentemente, estamos tratando de demostrar que es necesario un grado de compromiso por la sociedad en la que formamos parte: no podemos seguir siendo nómadas infiltrados en comunidades, solitarios rodeados de gente, egoístas entre tanta necesidad. La virtualidad absurda y permanente nos ha confundido al punto tal que hemos olvidado que la injusticia que se realice en cualquier parte es directamente una amenaza para la vida justa en todas partes, como sostuvo Luther King al señalar con claridad que lo que nos debe fastidiar no son los gritos esquizofrénicos de los malditos, sino el silencio cobarde de los hombres buenos.

Permanecer abúlicos e indiferentes ante la maldad nos hace cómplices directos de la misma. Es aquello contra lo cual despotricaba Arendt al describir al «mal banal»: es necesario actuar, hacer uso de la libertad, levantar la voz contra la injusticia y ser conscientes que ello puede significar enfrentarse a mareas completas de idiotas funcionales que se ofenderán y nos querrán incluso lastimar por no compartir con nosotros ese ideal de vivir dignamente y auténticamente sin ser parte de aquello que destruye, mata, excluye y agrede innecesariamente.

No es tampoco casual que tengamos a nivel mundial la crisis institucional de la democracia y la decadente representación política, cada vez más mediocre e ignorante. La tolerancia hacia lo que está mal nos ha llevado a este punto, en el cual reina la apatía y el desinterés por querer participar en la vida política y social para mejorar nuestras condiciones de vida y no sólo para obtener un rédito personal. Al parecer se ha cumplido la profecía de Burke, que afirmó que lo único necesario para que triunfe el mal es que los seres humanos decentes se sienten a mirar el caos sin hacer nada. En fin, amigos míos, los dejo con esta pequeña inquietud que apela a vuestra voluntad y compromiso para combatir el imperio de la mentira y la hipocresía a la que se combate estando alerta (pensando, eso, sólo eso) ante los intentos de manipulación y control, vengan de donde vengan, y trabajar juntos para construir una sociedad más honesta, justa y equitativa. Nos lo merecemos de verdad, ¿no les parece?

30 diciembre 2023

“Pensando el lugar, de los que no tienen lugar”- Lisandro Prieto Femenía

 

Una injusticia hecha al individuo

es una amenaza hecha a toda la sociedad.

Montesquieu (1689-1755)

 Las chicas que nos desdeñaron, los chicos que nos dejaron solos, los extraños que nos ignoraron, los padres que no nos entendieron, los jefes que nos rechazaron, los mentores que dudaron de nosotros, los abusadores que nos vejaron, los hermanos que se mofaron de nosotros, los amigos que nos abandonaron, los conformistas que nos excluyeron, los besos que nos fueron negados, porque ninguno de ellos «nos vio». Estaban muy ocupados mirando para otro lado, mientras yo dirigía la mirada a vosotros. Sólo a vosotros. Porque soy uno de vosotros.”

Así comienza el último capítulo de la serie “The New Pope”, secuela de “The Young Pope” (del grandioso Paolo Sorrentino), en el que un ficticio Papa Juan Pablo III (John Malkovich) brinda su primer discurso en la Plaza de San Pedro dedicando cada una de sus palabras a sus feligreses dolientes, a los cuales se les ha negado su lugar en el mundo mediante la exclusión y el desprecio naturalizado. La declaración del “Sumo Pontífice”, lamentablemente de mentiritas, es evidentemente poderosa y emotiva, puesto que sus palabras apuntan a una audiencia que durante toda su vida se ha sentido marginada, incomprendida y desatendida por su sociedad. La potencia de las palabras elegidas por el guionista de la serie y puestas en la boca de este tremendo actor pretende generar una conexión entre esa porción significativa de la población que ha sido excluida y una autoridad eclesiástica que, al parecer, también lleva en sus espaldas su propio calvario del desprecio de sus propios padres. Lo que parecen tener en común ese jefe de Estado y los simples ciudadanos, en este caso, es el dolor de querer formar parte de un mundo que nos da sistemáticamente la espalda, con el aval y anuencia de la gran mayoría que sí se sienten cómodos y adaptados a los requisitos establecidos por la moda vigente.

 

“El dolor no tiene jerarquía. El sufrimiento no es un deporte, no hay una clasificación final. Atormentados  por el acné y la timidez, por las estrías y la incomodidad, por la calvicie y la inseguridad, por la anorexia y la bulimia, por la obesidad y la diversidad, denigrados por nuestro color de piel, por nuestra orientación sexual, nuestros bolsillos vacíos, nuestros defectos físicos, nuestras discusiones con nuestros mayores, nuestras incontables lágrimas, el abismo de nuestra insignificancia, las cavernas de nuestras pérdidas, el vacío de nuestro interior, el recurrente e incurable pensamiento de acabar con todo sin lugar para reposar, sin lugar para descansar, nada a lo que pertenecer: ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!”

Pues sí, parece que sí es un deporte global esto de descalificar personas mediante un dañar que es común para tantos, y necesario para nadie. Vemos representada una amalgama de experiencias puramente humanas que se han vuelto insignificantes para quienes detentan el poder y para quienes, patéticamente, naturalizaron la violencia para “encajar en” un “lugar” en el que, para pertenecer, hay que pisotear, humillar, traicionar y denigrar a una cantidad incontable de personas. Si bien se enumera una diversidad de “heridas sociales” (desde el racismo, la homofobia, el xenofobia y la aversión a los que menos tienen), es preciso señalar que todos nosotros, sí, usted también querido lector, en algún momento de nuestra vida hemos enfrentado batallas personales contra la exclusión que nos han dejado cicatrices aparentemente invisibles pero profundamente explícitas y lamentables.

“Sí.  Así es cómo nos hemos sentido. Y como vosotros, lo recuerdo todo. Pero ya no importa que el mundo se haya enfrentado a nosotros, porque ahora seremos nosotros los que nos enfrentaremos al mundo. No volveremos a tolerar que se nos considere un problema, porque la realidad es que ellos son el problema y nosotros, la solución. Sí, nosotros, que hemos sido traicionados, abandonados, rechazados y malentendidos, por no decir, despreciados. «No hay lugar para vosotros aquí», fue lo que nos dijeron con su silencio. «Entonces, ¿dónde está nuestro lugar?», les imploramos con nuestro silencio. Nunca se nos dio esa respuesta.”

Quien ha sufrido, siempre recuerda: es muy difícil, casi un desafío imposible, olvidar la facticidad de la crueldad y el desdén que uno ha recibido. Las personas hacemos todo lo posible de seguir adelante, con eso a cuestas, pero la tolerancia tiene sus límites. En esta dialéctica de amos y esclavos llamada historia de la humanidad quedan pocas opciones: o se abraza el vacío, la nada como valor, la aceptación de nuestra negación, o reaccionamos, siendo conscientes que absolutamente nada ni nadie debería tener el poder de extinguirnos, apagarnos, postergarnos, acallarnos y ningunearnos. Las múltiples formas, algunas sutiles, otras vulgares, todas violentas, de eliminar la posibilidad de ocupar un lugar en una sociedad se han ido sofisticando con el paso de los siglos. Hoy no hay paredones de fusilamiento ni horcas en las plazas, existen mecanismos delicadísimos que cumplen la misma función violenta pero con formas administrativas, burocráticas e incluso mediáticas tan sutiles que a veces, lamentablemente, las víctimas del desprecio creen merecerlo.

“Pero ahora lo sabemos, sí, sabemos cuál es nuestro lugar: nuestro lugar está aquí. Nuestro lugar es la Iglesia. El cardenal Biffi lo expresó de una manera asombrosamente simple: «Somos todos miserables desastres que Dios ha unido para formar una gloriosa Iglesia». Sí, somos todos miserables desastres. Sí, somos todos iguales, y sí, somos los olvidados. Pero hasta hoy. Porque de hoy en adelante, no volveremos a ser olvidados, se los aseguro. Nos recordarán, porque somos la Iglesia.”

El precitado llamado a la memoria en el monólogo nos insta a mirar hacia adelante con valentía: la clave estaría en dejar de ser considerados rechazados y olvidados para convertirnos dignos de ser considerados inolvidables. El primer paso consistiría en no ceder ante las definiciones externas que recibimos, el ser considerados “el problema”, sino abrazar fuertemente la idea de que la solución está en nosotros en tanto que las experiencias de rechazo no tienen el poder, en absoluto, de definir nuestro valor. Parece simple, pero créanme, no lo es, justamente porque tenemos que romper que la naturalización constante de las etiquetas y limitaciones que nos imponen en todos los ámbitos de la vida en los que nos quedamos mover, específicamente en aquellos que supuestamente están para cuidarnos y querernos y no hacen otra cosa, a veces, que maltratarnos.

En segundo lugar, la metáfora señala la necesidad de renunciar a la abulia comunitaria en la que se ha instalado que nadie debe hacer nada por nadie, y que a lo sumo solamente el Estado es el encargado de asistir someramente (y lo hace, casi siempre, de manera inequitativa) contrastándolo con la idea de la posibilidad de una participación que se haga visible mediante la unión de fuerzas en la adversidad. Utiliza a la Iglesia como eje, pero podemos considerarlo una analogía a la idea de comunidad bien entendida, en la cual supo ser primordial la unidad, la solidaridad, la compasión y la aceptación mutua mediante la empatía que brota del trabajo. Sí, todos tenemos nuestras miserias y desastres, pero es mediante la común unión de los pueblos que se ha logrado tener la fortaleza suficiente para salir adelante en cada época y tribulación que se ha presentado. Esto ha sido posible porque las comunidades eran un espacio social en el cual podíamos encontrar un refugio en el que las heridas del pasado podían sanar, más allá de las superficialidades ideológicas de los panqueques de turno, los cuales vienen demostrando se totalmente incapaces de mover un meñique siquiera para cerrar las grietas y unir a aquellos que vienen siendo sistemáticamente marginados.

En última instancia, es crucial recordar que el rechazo no es el final de la historia: la narrativa tanto individual y personal como colectiva es permeable a la posibilidad de transformación, y la comunidad debe volver a ser ese espacio donde las experiencias compartidas se convierten en una fuente de fortalezas, bajo la convicción real de que nadie está de más, nadie sobra, nadie molesta y nadie merece estar tirado al lado del camino.  Nadie quiere, ni Ud. ni yo, caro lector, ser recordado por nuestras aflicciones, sino por cómo hemos enfrentado el mundo y lidiado con nuestras cicatrices, transformándolas en símbolos de resistencia y no en signos de victimización constante.

Como habrán podido apreciar, esta invitación a la empatía real que trasciende los likes de redes sociales y a la acción comunitaria resuena más allá de una ficción de plataformas de streaming que nos insta a abandonar la consideración del “sálvese quien pueda por su cuenta” (modelo que nos está devastando cada vez más, a la vista está) y proceder a la consideración de que todos somos necesarios para la solución a nuestros propios desafíos puesto que sin aceptación mutua y sin celebración de nuestra humanidad compartida, sólo nos queda la nada, la devastación que no permite redención. Arendt lo señaló exquisitamente cuando asimiló la idea de “destrucción del mundo” a través de fenómenos como la alienación, la masificación y la pérdida de la esfera pública: la verdadera destrucción acaece cuando se socava la interacción social y se limita al extremo la acción pública mediante la reducción permanente de la diversidad de opiniones y actividades en el espacio comunitario. Está claro que la uniformidad, la despolitización y la pérdida del compromiso por lo común nos lleva a un empobrecimiento de las interacciones humanas (fíjese, amigo lector, con quién puede y de qué puede hablar, le dará escalofríos) que sólo puede darse como caldo de cultivo de un mundo en el cual, para unos pocos, es extremadamente rentable que casi la totalidad de las personas adoren la apatía y la inacción constante ante injusticias que lejos de causar pavor, entretienen.

«Fagocitando el fuego del asombro» – Lisandro Prieto Femenía

«El hombre tiene que despertar al asombro».

Ludwig Wittgenstein

Analicemos primeramente el vocablo, desde su etimología, para notar qué nos revela. Bien sabemos que “asombro” proviene del latín “amiratio”, entendido como admiración en cuanto que “ad” se refiere a la dirección hacia la que se dirige la “miratio”, mirada u observación. En esta acepción, se trataría de la mirada que se dirige hacia lo que causa perplejidad. Pero como podemos notar, no es suficiente para comprender la importancia del concepto, en tanto que el prefijo “ab-a” se refiere a la acción de “sacar de”, acompañada del “sub” (lo que está debajo) de las sombras (“umbra”). Asombrarse entonces es ser capaces de dirigir la mirada hacia aquello que subyace en la oscuridad mediante la exposición de alguna cualidad que se ignoraba o pasaba desapercibida.

En filosofía el asombro ocupa un lugar central, puesto que se trata de una actitud fundamental que habilita la reflexión y la búsqueda de la verdad mediante el conocimiento racional. Conjuntamente con la etimología previamente descrita, en filosofía se suele asociar al asombro con metáforas de un despertar de nuestra conciencia, para intentar comprender el mundo que nos rodea y nuestra existencia.

En el caso de Platón, específicamente en su diálogo “Teeteto” consideró al “thaumazein” (asombrase, admirarse, maravillarse)  como puntapié inicial del filosofar: cuando nos asombramos ante el mundo y sus fenómenos, comenzamos a cuestionar y a buscar explicaciones. Visto así, el asombro es representado como el deseo de conocer y comprender más allá de las apariencias sensibles y superficiales.

 Por su parte, Aristóteles iba a sostener algo similar, pero haciendo énfasis puntualmente en el aspecto que propicia el asombro: la incomprensión propia que se da cuando no entendemos lo que estamos observando. En su Metafísica, primer libro, capítulo 2 nos indicó que el asombro es un estado previo al filosofar, en tanto que surge a partir de la percepción de algún objeto o evento digno de ser cuestionado. Como podemos apreciar, el rol que ocupa la percepción en el proceso de reflexión es fundamental: la “perceptio” no se limita al acto de observar algo en concreto de manera sensible, sino que implica también el enfoque que nos permite capturar algo a través de una mirada direccionada por la intriga propia del pensamiento.

También Kant argumentó sobre el asombro como reacción natural del sujeto cuando se topa ante lo desconocido o aquello cuya vastedad y complejidad requiera digna atención: sin duda lo considera un estado mental que nos induce a preguntar y buscar comprensión de aquello que percibimos. Ahora bien, es importante tener en cuenta que si bien es un comienzo, el conocimiento apropiado sólo es posible mediante la razón y la crítica de nuestras percepciones: el asombro sólo es un chispazo que requiere de un proceso sistemático de análisis y reflexión posterior para lograr un conocimiento digno. No alcanza con esa reacción inicial, siempre será necesario aplicar los principios de la razón sobre nuestras experiencias sensoriales para poner en funcionamiento la construcción de todo conocimiento.

Posteriormente Kierkegaard relacionará el asombro a la experiencia de la angustia existencial en cuanto que el asombro habilita la posibilidad de enfrentarnos la noción de libertar y responsabilidad personal: nos asombramos ante la capacidad de elección de decisiones en la vida, lo que implicaría necesariamente tomar una posición moral ante la conciencia de la inescapable finitud. En otras palabras, cuando Kierkegaard sostiene que la angustia es el vértigo de la libertad, nos está indicando que dicho “vértigo” es un tipo de asombro producido como respuesta emocional ante la conciencia de libertad para poder decidir.

Heidegger consideró que el asombro (“erstaunen”) es una experiencia fundamental que nos conecta con una comprensión más profunda de nuestro ser y del mundo en el que hemos sido arrojados. Evidentemente, se trata de una exploración de la existencia humana y de una búsqueda de comprensión del ser-ahí. Desde su punto de vista, el asombró se produciría solamente cuando reflexionamos sobre nuestra existencia, al darnos cuenta de su extrañeza y perplejidad fruto del hecho de tener que vivir, sabiendo que vamos a morir: este asombro nos llevaría a cuestionar todas nuestras presuposiciones y creencias sobre aquello que solemos dar por sentado en la cotidianidad. Sólo mediante el asombro podemos romper con la inautenticidad propia de una rutina fatigosa para dar inicio al pensar. Está claro que, según el alemán, sin asombro no hay chance alguna de autenticidad existencial, justamente porque es ese estado mental el que habilita el camino hacia una comprensión del lugar que ocupamos en el mundo: la clave aquí es no perderlo, mantener prendida la llama del asombro que posibilita el pensar.

Ahora bien, si tuviésemos que buscar la imagen perfecta que caracterice al asombro en su totalidad, debemos acudir a los niños pequeños y su relación con el “mundo nuevo” que los rodea: inmediatamente se manifiesta la característica curiosidad innata que poseen y su deseo permanente de experimentar y descubrir más y más. Nuestros infantes son realmente fantásticos para hacer preguntas complejas y difíciles de responder, puesto que su afán de conocimiento aún no ha sido socavado por las formalidades propias de un sistema educativo alienante, normalizante y estandarizado. Los chicos son los portadores del asombro filosófico por excelencia, justamente porque no portan el temor a dudar que se les inculque paulatinamente a lo largo de su desarrollo de crecimiento físico e intelectual.

Sobre la importancia de mantener una actitud cognitiva abierta al mundo, el astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor (y muchas cosas más), Carl Sagan (1934-1996) sostuvo que los niños pequeños tienen una capacidad enorme y notable para aprender ya que siempre están entusiasmados o “intelectualmente con los ojos abiertos”, haciendo preguntas extremadamente inteligentes sobre el mundo. Ese “entusiasmo”, que como dijimos antes, aún no ha sido masacrado por una crianza que atenta contra el pensamiento crítico, lejos de ser castigado y reprimido por el tabú que produce la verdadera libertad de un ser humano que se digna a pensar por su cuenta, en teoría debiera ser conducido, propiciado, educado y promovido (sin confundirlo, obviamente, con incentivos de pedagogías supuestamente propiciadoras de métodos “innovadores”, que lo único que logran es evitar el razonamiento profundo para quedarse en la estética de las formas, y nunca en la comprensión del contenido).

Para dar cuenta de ello, Sagan nos dará un ejemplo bastante sencillo: cuando un infante interroga “¿por qué el pasto el verde?”, o “¿por qué el cielo es azul?”, generalmente sus padres, tutores, docentes o cualquier adulto a cargo de su cuidado respondería vulgarmente con un “no hagas preguntas tontas”, “¿a quién le importa eso?”, “eso no es importante”, etc. Evidentemente, se naturaliza la desatención intelectual del niño al responder salvajemente de esa manera, puesto que no existen preguntas estúpidas, y mucho menos las que provienen de los niños, puesto que en ellos no existe el deseo de querer parecer cultos, sino que realmente desean saber las causas de las cosas y sus consecuencias últimas. Qué distinto sería si, en vez de aniquilar el espacio de la reflexión que habilitan los chicos, podamos incentivarlos a seguir cuestionando, buscando respuestas permanentemente mediante el razonamiento, la argumentación y la experimentación, a los fines prácticos de evitar que nuestros hijos lleguen a la conclusión de que usar la mente es algo malo o perjudicial.

Hume quiso darnos esperanza, en su espíritu moderno de confianza plena en el progreso de la razón, al sostener que tenemos cierta propensión «habitual» hacia lo maravilloso, y aunque dicha propensión pueda ser frenada «por el saber y el sentido común», confiaba en que no puede extirparse de manera definitiva de nuestra naturaleza. Pues, lo siento David, si bien es cierto que no se puede eliminar, puede atenuarse a niveles asquerosamente violentos y direccionarse hacia lugares bastante oscuros.

No es casual que veamos a nuestros adolescentes con una actitud totalmente apática y abúlica respecto al conocimiento: los hemos engañado rotundamente en un proceso inicial, en el cual les enseñamos a caminar y hablar, luego los incentivamos a dialogar para terminar callándolos y mandándolos a sentarse cuando nos resulta “molesta” su intervención. ¿Suena perverso no? Pues bien, a eso nos hemos dedicado por siglos, para que nuestros jóvenes eviten ser seres pensantes libres y opten por ser clientes fidedignos del culto al consumo que jamás se preguntará siquiera una vez un simple “¿por qué?”. Vemos a diario cómo ese fuego se va extinguiendo, generando seres humanos deshumanizados, antipáticos, patéticamente vulgares y extremadamente crueles (nuestros actuales y futuros gobernantes gozan de todas esas características). Así estamos…

 
 

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