El fin de los manglares del Golfo de Guayaquil?
Un grupo de cangrejeros artesanales pide que los dejen pescar en un espacio del golfo de Guayaquil apetecido por camaroneros industriales.
(Gabriela Verdezoto) Arrastrados se internan por los bosques de mangle del estero Salado de Guayaquil, un brazo de mar que penetra a la ciudad desde su golfo homónimo, y donde crecen en abundancias los árboles de mangle. Al pie del estero, en la playita del Guasmo Sur —el borde de cemento, las casas de ladrillo sin ventanas que se empujan unas a otras, niños en short que se lanzan al agua—, viven y trabajan, desde hace más de treinta años, los socios de la asociación de cangrejeros, pescadores artesanales y afines Río Aguas Vivas (ACPARAV).
En esos bosques extraños cuyas raíces flotan en marea baja y se inundan completamente cuando la marea sube, los cangrejeros artesanales de esta Asociación saben sortear la extrañeza, la incomodidad enlodada.
Ellos entran en las redes del manglar y, atrapados, atrapan cangrejos. Para sacar a los animales, reptan por horas entre una enredadera de palos infinita. Meten el brazo —su herramienta de trabajo— hasta el hombro, en los huecos que indican que dentro encontrarán cangrejos machos de más de 7,5 centímetros.
Desde hace 10 años, los cangrejeros no solo se dedican a sacar cangrejos sino a proteger el manglar. Entre 2011 y 2021 han presentado 15 denuncias al Ministerio de Ambiente por la tala ilegal de este ecosistema, señalando principalmente a las camaroneras. Pero ninguna denuncia, dicen, ha sido respondida. No son los únicos: las 18 asociaciones de la reserva ecológica Manglares Churute dicen que han presentado denuncias de tala de manglar dentro de su área protegida, también sin ninguna respuesta por parte del Estado.
No solo sus denuncias no han sido atendidas, alegan. También su concesión para poder capturar cangrejos, pescados y otras especies en el manglar les ha sido revocada. Injustamente, aducen.
Un cangrejero saca un cangrejo del manglar que luego venderá en el mercado.
La asociación tiene 56 miembros que trabajan y subsisten del manglar como lo han hecho sus familias desde hace tres generaciones. Dicen que es lo único que saben hacer. Ellos trabajan y dependen de este ecosistema costero.
No son los únicos.
Los otros que subsisten del manglar son los grandes productores camaroneros. Están ahí desde los años sesenta, cuando nacieron las primeras piscinas camaroneras en el Ecuador. Fue en la fértil provincia de El Oro donde se descubrió que en los pozos formados en las depresiones de los salitrales, los camarones se reproducían de manera exponencial. Las superficies de áreas salinas disminuyeron en un 92% entre 1969 y 2006, especialmente para dedicarlas a la cría de camarón en cautiverio.
Luego, se dieron cuenta que la salinidad y la riqueza biológica del agua de los manglares tenía el mismo efecto. La calidad del camarón ecuatoriano fue reconocida inmediatamente en todo el mundo, disparando su demanda, lo que hizo que los bosques de mangle se convirtieran en las zonas más apetecidas por la industria acuícola, que empezó a talar el manglar para crear piscinas. Para entonces, el valor ambiental de los bosques de mangle era desconocido.
Hoy se sabe que el manglar es un ecosistema de borde catalogado como bosque azul y que puede ser clave para la mitigación del cambio climático porque absorbe grandes cantidades de carbono y lo mantiene bajo sus suelos inundables, no solo en sus raíces, sino en el lodo que descansa a sus pies.
Cada hectárea guarda alrededor de mil toneladas de dióxido de carbono, diez veces más dióxido de carbono que cualquier bosque en tierra firme. Al ser talados no solo perdemos ese bosque eficiente en captura de carbono, sino que, se devuelve todo ese CO2 a la atmósfera, uno de los gases de efecto invernadero responsable del actual cambio climático. En 2017 los manglares del estado de la Florida, Estados Unidos, evitaron pérdidas de más de 1.500 millones de dólares por inundaciones y protegieron a medio millón de personas del paso del huracán Irma.
Hoy se sabe eso, pero en la década de 1970 era considerado tierra ociosa, infértil. Las camaroneras lo arrasaron. El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) alertó en 2014 que la tasa de deforestación de los manglares es de 3 a 5 veces más rápida que cualquier otro bosque, lo que causa pérdidas anuales de 42 mil millones de dólares.
En el Ecuador, las extensiones de piscinas camaroneras pasaron de 2.450 hectáreas en 1969 a 175.748 hectáreas en 2006, según un estudio del desaparecido Centro de Levantamientos Integrados de Recursos Naturales por Sensores Remotos (Clirsen). Es decir, un crecimiento del 7.073%.
Desde entonces los cangrejeros y los dueños de las grandes piscinas camaroneras se encontraron frente a frente en el mismo hábitat: el manglar.
Manglar en las playas del Estero Salado. Fotografía de Remy Pons para GK.
l olor a comida sale del local que se pierde debajo de una casa de dos pisos, al pie de una transitada calle del Guasmo Sur. Son las 9 de la mañana del domingo 17 de octubre de 2021, y los socios de la ACPARAV han sido convocados a una asamblea extraordinaria por su presidenta, Elena Saldarriaga.
Los puntos del orden del día son dos. El primero, informar sobre un recorrido que los representantes hicieron dos días antes por una parte del Estero Salado que solía estar a su cargo, pero que hace cuatro años el Estado les quitó.
En 2011, la Asociación entró al programa gubernamental de Acuerdo de uso sustentable y custodia del manglar, para ser los guardianes de más de 2579 hectáreas del Estero Salado.
En junio de 2020, la asociación Río de Aguas Vivas captó la tala y quema de 40 hectáreas de manglar que había denunciado desde hace 7 meses cuando empezó con una supuesta limpieza de canal. Fotografía de archivo asociación Río de Aguas Vivas.
Los Acuerdos para el Uso Sustentable y Custodia del Manglar (AUSCEM) es un programa planteado en 1994 por un grupo de biólogos liderados por Manuel Bravo que tiene como objetivo involucrar a las comunidades locales en la conservación de los manglares. En 1999 el Estado ecuatoriano adoptó la idea a través del decreto ejecutivo 1102.
En 1999 el Estado ecuatoriano incluyó a las comunidades como parte del cuidado del manglar.
Pasaron diez años entre la oposición constante de empresarios, entidades públicas y líderes ambientalistas que intentaban bloquear la entrega de los acuerdos; camaroneros que querían ser parte de los beneficiados, complicaciones burocráticas y económicas para que las asociaciones tengan existencia jurídica y escepticismo de los usuarios ancestrales que no creían que era posible convertirse en custodios del manglar. Aun así, a partir del 2010 comenzaron a materializarse los primeros Auscem.
Actualmente el Ministerio de Ambiente Agua y Transición Ecológica confirma que tienen registrados 63 convenios en todo el país que cubren alrededor de 70 mil hectáreas de manglar.
Río de Aguas Vivas obtuvo su concesión como custodio el 20 de septiembre de 2011. Desde ese día tenían que hacer control y vigilancia de poco más de 2579 hectáreas de manglar.
El convenio implicaba que denuncien toda tala de manglar y, a cambio, se les permitía hacer una pesca sostenible que incluía capturar de manera artesanal peces, cangrejos y ostiones respetando vedas, talla y sexo: solo machos de más de 7,5 centímetros.
Las vedas son dos al año: del 1 al 28 de febrero por apareamiento. Y del 15 de agosto al 15 de septiembre por muda, que es cuando los cangrejos cambian su carapacho. Los controles se hacen en el mercado de la Caraguay donde los inspectores ambientales revisan el producto de cada asociación.
ACPARAV, desde ese 20 de septiembre de 2011, tomándose muy en serio su papel de vigilante de los esteros, hicieron alrededor de una denuncia de tala de manglar por año. A pesar de que, la Asociación insiste que dio aviso a las autoridades de todo acto de deforestación dentro de su concesión, el Ministerio de Ambiente, en 2017, les quitó la concesión por no haber denunciado una supuesta tala de 0,20 hectáreas.
Los pescadores artesanales muchas veces pasan las noches en sus canoas en el golfo de Guayaquil.
El otro punto del día de la reunión es definir las siguientes acciones en su lucha por recuperar lo que ellos dicen que es parte de su historia, su lugar de trabajo, de donde sacan los recursos para vivir, para sobrevivir.
En la entrada hay un motor de lancha negro y cuatro filas de sillas plásticas cremas y rojas que dan la espalda a la calle. Al fondo hay un mesón de baldosa en forma de ele y dentro de él, dos mujeres revuelven unas grandes ollas grises que se calientan sobre la cocina. En poco tiempo comenzará la asamblea extraordinaria.
Van llegando los socios, que cuentan cómo la expansión de las camaroneras, y la deforestación asociada, ha reducido su pesca. Se ven arrinconados: tienen menos lugar para sus labores, lo que desata una mayor competencia entre diferentes asociaciones y con pescadores ilegales, que no tienen ningún registro.
“Antes, todo esto era manglar”, dice Valeriano Chalen con su voz bajita, pausada y nostálgica que acompaña sus 67 años —de los cuales 55 ha dedicado al cangrejo. “Había unas raíces de más de un metro de ancho que para arrancar se necesitaba la fuerza de dos personas”, cuenta. “Antes entrábamos un kilómetro y ya comenzábamos a capturar, ahora toca caminar 3 o 4 kilómetros”, dice Jazmany Chalén, un cangrejero más joven.
Por eso, de un tiempo para acá levantan campamentos para pasar la noche y volver en la mañana a la recolección. “Ellos solo vienen a tierra cada dos días a vender lo que pescan, dan un beso a la mujer y, se regresan al agua”, dice Geovanny Chalen, refiriéndose a los pescadores de la asociación. “Encontrábamos concha, camarón, pero en grandes cantidades, que las recolectábamos en unas canastas de bambú. Ahora dos días y no se puede traer ni pescado”, agrega.
“Hoy han matado todo con esos químicos de las camaroneras”, dice Valeriano Chalén. Es una postura que comparten sus compañeros.
Más de la mitad de la ciudad de Guayaquil, donde viven cerca de 2,8 millones de personas, está asentada sobre lo que fueron manglares. En este bosque que vive entre las mareas viene a poner sus huevos el 70% de las especies marinas comercializables.
En 50 años, Ecuador ha perdido alrededor de 56 mil hectáreas de manglar, el equivalente a la extensión de todo Guayaquil más Durán, Salinas, Machala y Cuenca.
Se ha perdido casi una tercera parte de la cobertura total de este ecosistema que frena la fuerza de un tsunami a la mitad, que mitiga las inundaciones que dicen los expertos que aumentarán debido al calentamiento global. Es importante porque Guayaquil es la cuarta ciudad más inundable del mundo según Natalia Molina, docente experta en manglar de la Universidad Espíritu Santo, en Guayaquil. Y, además, porque el manglar es el lugar del que dependen alrededor de diez mil familias que se dedican a la pesca artesanal. Entre ellos los socios de Río Aguas Vivas.
De fondo se escucha un cuchillo golpeteando veloz una tabla de madera, las ollas siguen hirviendo, los socios continúan entrando y firmando la hoja de asistencia. Algunos aprovechan para ponerse al día en la cuota mensual de cinco dólares para gastos administrativos. Elena Saldarriaga, la presidenta, les pide que se pongan el uniforme turquesa, que en poco comenzará la sesión.
Los socios de Río Aguas Vivas se reunieron para escuchar los resultados del recorrido por el Golfo.
Se une a la conversación Julio Domínguez, quien hace 45 años se dedica a la pesca artesanal. Todo le enseñó su padre. Al inicio la pesca era en canoas a remo, no había motor, pero dice que al entrar un poco al río ya en la red caía de todo: “pescábamos bastantísimo”, les cuenta a sus compañeros. “Cuando salgo a pescar veo que las camaroneras botan un líquido que sale por las zanjas y eso nos afecta a nosotros porque nos va matando los pescados, las conchas”, dice con preocupación.
Hace algunos meses a Julio Domínguez le destruyeron la estancia de madera que construyó a orillas del estero para acampar. En esos palos colgaba algo de ropa, botellas de agua, comida y una radio. Ahí descansaba mientras esperaba que la red atrape algo. Le pregunto quién lo hizo. “Los guardias de las camaroneras, que andan armados”, responde.
Geovanny Chalén se va y regresa enseguida con una computadora, la prende y, con rabia, me muestra unas fotos: “Mire, mire cómo le destrozaron todo a mi compañero. Ellos no tienen derecho de hacernos eso”.
Julio saca su celular y enseña con orgullo en la pantalla una langosta gigante. Luego me enseña la siguiente foto mientras dice: “Me botaron todo y yo así iba recogiendo; iba salvando cosas y poniendo en mi bote”, cuenta. “El colchón, todo me botaron. Mire, los palos me mocharon y me los botaron al río. Mire, el pisito me lo dañaron”. Sonríe, a pesar de la pena.
“Nosotros hemos denunciado a la Fiscalía esta violencia, pero usted sabe que donde hay billete…”, dice, dejando en el aire su conclusión. Pero enseguida se completa: “Nosotros somos pobres, no hay justicia”.
Asamblea extraordinaria de la Asociación Río de Aguas Vivas, el 17 de octubre d 2021. Fotografía de Marco Pin.
La competencia por los esteros ha hecho que las camaroneras contraten guardias privados que corten el paso a los cangrejeros y pescadores artesanales, por las orillas de sus concesiones aunque según el artículo 68 de la Ley Orgánica para el Desarrollo de la Acuicultura y Pesca “En toda camaronera que se encuentre junto a la zona de recolección y pesca extractiva, se permitirá el acceso y libre circulación para estas actividades en las orillas de manglares y caudales de agua (ríos, esteros)…” siempre que los artesanales muestren un permiso para la actividad. ACPARAV tenía los permisos.
Además, las camaroneras han instalado en sus terrenos cerramientos con alambre de púas pues han sufrido robos. Eso, en su criterio, justifica estas barreras de protección, a pesar de que según la ley el paso de los custodios, por sus terrenos, debe ser libre.
Actualmente, los pescadores de la asociación de Río Aguas Vivas como no pueden instalarse en las orillas de su propia concesión porque, dicen, reciben amenazas de los guardias de seguridad de las camaroneras, pasan sus días en dos canoas amarradas entre sí y varadas en medio río. Alrededor de este campamento acuático improvisado hay unos palos clavados en los que estiran las redes. Sobre las canoas hay unos techos de lona y una cuerda de donde cuelgan algunas prendas.
La presidenta Saldarriaga, con su voz fría e imponente, llama al orden. Les recuerda ponerse la camiseta y acomodarse en las sillas. Cuando todos están sentados les sirven un plato de tallarín con cangrejo, que silencia el ruido de la sala en segundos.
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“Aquí no hay malos ni buenos”, dice Natalia Molina, docente especialista en conservación de la Universidad Espíritu Santo de Guayaquil. Molina es una de las científicas ecuatorianas que más ha estudiado el manglar: hace 20 años investiga todo lo relacionado con este ecosistema.
Pero para entender este complejo conflicto, enredado como las raíces del mangle, hay que entender un poco la historia.
Natalia Molina es especialista en manglares del golfo de Guayaquil.
Y la historia dice que el Ecuador inventó la acuicultura, que no es cosa menor. Por eso tuvo el boom que tuvo. Sus camarones eran de la mejor calidad, 100% natural, criados con la riqueza de los salitrales y luego de los manglares: esa mezcla perfecta entre el agua dulce de los ríos y la salada de los océanos.
Tuvo tanto éxito que en las universidades comenzaron a estudiar el desarrollo del camarón, y cómo crecía en esas tierras inútiles que eran los manglares. El Estado comenzó a dar concesiones muy fácilmente para incentivar una actividad que llegó a ser el segundo rubro económico nacional, después del petróleo. Fuimos pioneros en el mundo de las técnicas de acuicultura, saberes que, se lamenta Natalia Molina, regalamos sin recibir nada por toda la inversión de años en mejorar el producto.
Era una prosperidad desbordante hasta que en la década de 1990 vinieron dos plagas: la mancha blanca y el síndrome de taura que arrasaron con gran parte de las empresas acuícolas. Sólo sobrevivieron las más grandes, que en algunos casos absorbieron a las pequeñas.
Hasta antes de la pandemia del covid-19, el sector camaronero volvió a tener un auge: de los cerca de 850 millones de dólares que generó en el 2010 pasó a más de 3989 millones en el 2019. Actualmente, el Ecuador exporta el 60% del camarón que se consume en toda América.
El 30 de diciembre de 2021, el presidente Guillermo Lasso festejó, a través de un tuit, ser, nuevamente, el primer país del mundo exportador de camarón.
Mientras el Ecuador disfrutaba del primer boom camaronero, se comenzó a saber la importancia ecológica de los manglares. En 1979 se creó la primera reserva ecológica costera en el país que incluía zonas de manglar, en Churute.
Fue el primer momento en que se cruzaron las dos visiones: la ambiental y la económica. Se produjeron los primeros enfrentamientos, talas descontroladas, por un lado, y ataques y robos a camaroneras, por el otro.
A la par se comenzaba a crear todo el cuerpo legal para proteger el manglar. “Hubo muertes, todo eso se volvió como una zona roja, una guerra. Una lucha muy dispar porque los camaroneros ya tenían el poder económico”, explica Natalia Molina.
Pronto se supo que la principal causa de la tala de manglar era la construcción y expansión de piscinas camaroneras, cuyos efectos ambientales comenzaban a sentirse: disminución del hábitat, de la pesca y la calidad del agua de los ríos. En términos sociales, esto significó el empobrecimiento de la gente que vivía en los estuarios, aumento del desempleo, disminución de la calidad de vida y la emigración de los usuarios del manglar hacia las ciudades.
Por presión de los académicos que atestiguaron los enfrentamientos entre pescadores artesanales y quienes producían con tecnología de punta en el mismo lugar, el Estado adoptó la idea de involucrar a las comunidades locales en su cuidado. En el 2000 se diseñaron los requisitos y se implementó la normativa para entregar los Acuerdos de Uso Sostenible y Custodia del Ecosistema Manglar (Auscem) a las asociaciones legalmente conformadas.
Pero no fue sino hasta 2010 que comenzaron a materializarse los primeros Auscem.
Un año después, Río Aguas Vivas recibió el suyo, que le quitaron en 2017.
Un cangrejero en el mangle de Guayaquil se escabulle en las raíces para coger a los cangrejos.
Elena Saldarriaga se ha acostumbrado a hablar con rabia. Casi no ríe, y si ríe, es con desconfianza. Dice que siente que han sido perseguidos, que les quitaron la concesión no por no denunciar sino por denunciar demasiado, porque cree que con sus informes estorbaban a quienes estaban interesados en extender las piscinas camaroneras.
En la reunión, la presidenta toma la palabra, firme, dura, va directo al objetivo: informar sobre el recorrido que hicieron dos días antes para mostrar el estado del manglar dentro de su concesión —para ellos la concesión sigue siendo suya aunque no tengan el papel que lo certifique.
Elena Saldarriaga les cuenta a todos que la tala ha seguido, que no ha servido de nada las denuncias que han venido haciendo desde hace diez años. Que los ministros de ambiente han desfilado uno detrás de otro. Se pregunta de qué sirve si no hacen nada, si la tala de mangle continua, si ellos se están quedando sin su sustento diario.
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En el recorrido por el golfo de Guayaquil del 15 de octubre de 2021, del que hablaría Elena Saldarriaga en la asamblea de la Asociación dos días después, también estuvo Natalia Molina. “Es horrible”, dijo la experta al teléfono, sentada en un bote alquilado, mientras navegaba en la concesión por la que tanto lucha la Asociación Río de Aguas Vivas. Sus miembros mostraban las talas que han denunciado, el estado del manglar, las nuevas construcciones.
A los dos lados de la lancha se veían, uno tras otro los muros de las camaroneras —no se sabe cuáles eran legales y cuáles no. Lo cierto es que no se veían manglares robustos, sanos, gruesos ni tupidos, como los que describen los comuneros, sino hileras ralas con esa luz arenosa de fondo que indicaba que detrás hay tierra aplanada, piscinas ya construidas o en construcción.
Geovanny Chalén, el esposo de Elena Saldarriaga, había pedido con insistencia que haya acompañamiento policial para el recorrido. A pesar del pedido, no hubo tal protección. Los cangrejeros iban nerviosos. Decían que los guardias de las camaroneras siempre andan armados, que los sacan a la fuerza, que no les gusta que lleven gente con cámaras a las zonas conflictivas.
A los diez minutos de andar por el río gritaron todos a la vez: al lado derecho de la embarcación había dos retroexcavadoras en funcionamiento, dijeron que eso era parte de la reserva ecológica El Salado. “Mire doctora”, le dijo uno de los cangrejeros a Natalia Molina, “es la isla La Esperanza, ya hemos avisado y no pasa nada, siguen talando”.
Natalia Molina, hablando alto para superar el ruido del motor de la lancha, les dijo que la habían llamado del Ministerio de Ambiente a pedir las coordenadas de las fotos de una tala de manglar que subió a sus redes sociales. Geovanny Chalén vivió algo parecido por esos días: lo habían llamado del Ministerio para pedirle copia de todas las denuncias que la asociación Río de Aguas Vivas había puesto desde el 2011. No se las dio: dijo que tenía miedo, que para qué querrían, que ellos deberían tener.
Retroexcavadora en funcionamiento en Isla La Esperanza. Fotografía de Remy Pons.
El bote avanzaba hacia la isla Los Chalenes, donde hubo una tala de grandes proporciones. Natalia Molina explicó que todo lo que se ve en las riberas es solo manglar de borde, que no es espeso, ni denso. Explicaba que las camaroneras van de adentro hacia afuera, que lo que hacen es cortar el acceso al agua, entonces los mangles mueren y luego los remueven con máquinas. Que hacen eso hasta llegar a los bordes. “Eso no es tan de la noche a la mañana”, explicó.
El sonido de la lancha no permitía escuchar lo que intentaban decir los cangrejeros, pero por el movimiento de los brazos y el asombro en sus ojos, se entendía que estaban mostrando todas las talas, todas las camaroneras, todos esos filos secos, desérticos, arenados y sostenidos con llantas donde antes hubo espeso bosque de manglar. Como si fuese la última vez que lo mostraban. Cómo si nadie les fuese nunca a creer. Tomaban fotos, muchas. Han aprendido a coger coordenadas, aunque se preguntaban, cómo lo hicieron cientos de veces durante el recorrido, para qué hacían todo eso si no sirve de nada y la tala sigue. Y la tala sigue. Y la tala sigue. Un eco desesperado.
El perfil costanero de manglar se ve interrumpido por construcciones de camaroneras. Fotografía de Remy Pons para GK.
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En 2019, se aprobó el Plan de Acción Nacional para la conservación de los manglares del Ecuador (PAN-Ecuador). Durante tres años se hicieron mesas de trabajo con alrededor de 350 personas entre usuarios de manglar, viceministros de acuacultura y pesca, funcionarios de los ministerios de turismo, ambiente, de la armada del Ecuador, oenegés y miembros de la academia.
El resultado arrojado fue que hay dos grandes amenazas que vulneran el ecosistema manglar: la tala para actividad camaronera y la débil aplicación de la normativa ambiental para sancionar su afectación. Es decir, que se tala y no se sanciona.
Según la Constitución del Ecuador, artículo 406, el manglar es un ecosistema frágil cuya conservación dependerá del Estado. El Código Orgánico Ambiental tiene varios artículos que, en teoría, protegen el manglar: en el 99 es declarado hábitat de interés público y es contundente en prohibir su tala, afectación y cambio de uso. El artículo 103 confirma que el manglar es un bien del Estado no susceptible de posesión. El 318 considera una infracción grave su quema, tala o destrucción.
Además, el artículo 104 fue modificado en septiembre de 2021 luego de una lucha jurídica de los movimientos conservacionistas por quitar del numeral 7 que daba la opción de que dentro de las acciones permitidas en los manglares se aceptaran “actividades productivas”. Para Gustavo Redín, abogado ambientalista de la Coordinadora ecuatoriana de organizaciones para la defensa de la naturaleza y medio ambiente (Cedenma), esa era una rendija por donde podían aprobarse algunos permisos para talar manglar si alguna autoridad ambiental consideraba que la extensión de una piscina acuícola era “una actividad productiva de interés nacional”.
En 2008 se prohibió la tala de manglar en áreas protegidas y se les obligó, a las camaroneras que se instalaron luego de la declaración de las reservas ecológicas, a que fueran desalojadas y que reforestaran las zonas afectadas. A las camaroneras fuera de áreas protegidas y creadas luego de 1999, se las obligó a legalizarse respetando las extensiones máximas permitidas que son de 1.000 hectáreas para personas jurídicas y 250 hectáreas para personas naturales. Desde ese año no se podría volver a extender o crear nuevas camaroneras. Actualmente, el valor de reparación por daño ambiental se calcula en 89.273 dólares por hectárea de manglar.
A pesar de todo, un análisis cartográfico multitemporal de la organización ambientalista Conservación Internacional y la proveedora de tecnologías geoespaciales, Geospace Solution determinó que entre 2010 y 2018 se dio un avance de 150,34 hectáreas de camaroneras dentro de áreas protegidas marino costeras en el Ecuador. También se determinó que hay 8.523 hectáreas de camaroneras al interior de reservas ecológicas.
Para el biólogo Nelson Zambrano, experto en temas de conservación y actualmente especialista en manejo costero integrado de Conservación Internacional, el problema es que existe toda una normativa clara con respecto al uso del manglar, pero en el campo no siempre se cumple o hay irregularidades. Dice que a veces hay permisos para limpieza de canales y, con ese pretexto, se tala manglar.
Él trabajó como responsable de la extinta Secretaría de Gestión Marino Costera (SGMC). Trabajaba directamente con los custodios de manglar, capacitando a personas como Geovanny Chalen de la asociación Río de Aguas Vivas. Nelson Zambrano cree que otro de los problemas es la centralización estatal. Al cerrar esta secretaría ahora todo se maneja desde Quito, dejando un vacío en la costa en cuestión de conservación.
Con la Secretaría se tenía la facilidad de acercarse y hacer recorridos con los custodios y las comunidades y tener un diálogo fluido con ellos. “Actualmente los dirigentes de las asociaciones para cualquier tema deben ir a Quito, imagínese”, dice Zambrano.
En el recorrido, Natalia Molina miraba silenciosa los estuarios a los dos lados del bote. “No quisiera morir antes de ver una camaronera sancionada”, dice.