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La vida después de la criminalización del aborto en El Salvador

(GK) Entre 2009 y abril de 2022, 64 salvadoreñas, criminalizadas por emergencias obstétricas, recuperaron su libertad. Para esta publicación se identificó a 52 y se mapeó la información de 47 casos: 25 fueron condenadas a 30 años por homicidio y 18 de ellas estuvieron más de una década en la cárcel

no sé qué hacer”. Ese fue el primer pensamiento de Rosa*, ese 29 de julio de 2009, fecha en que recuperó su libertad. Tenía 34. En el 2002, la condenaron a treinta años por homicidio agravado, tras experimentar una emergencia obstétrica. Era madre soltera de tres. Se preguntó en qué mundo estaba. En El Salvador, hacía 28 días, el primer mandatario de izquierda había comenzado a gobernar.

Durante ese quinquenio, la penalización absoluta del aborto —en vigor desde 1998— no fue modificada. Ni en el relevo que llevó al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) a un segundo mandato presidencial ni en el actual gobierno, cuya bancada suma los votos necesarios para despenalizarlo.

Mientras Rosa enfrentaba la “reinserción social”, Margarita también era penada a treinta años, por homicidio agravado. Ingresaba a un sitio donde unas mujeres golpeaban a otras por considerarlas infractoras del contrato patriarcal del amor maternal. Ese que se da de forma natural y obliga a cualquiera a proteger a su cría antes que a sí misma, fuera o no cierto que hubieran experimentado un aborto inducido o una emergencia obstétrica. Margarita recibió tal golpiza que las autoridades del Centro Preventivo y de Cumplimiento de Penas para Mujeres de Ilopango la aislaron un semestre en el sector A, con las adultas mayores. Durante casi una década, recibió insultos.

Para ese mismo año, la Agrupación ciudadana por la despenalización del aborto investigó por vez primera el impacto de la penalización absoluta en El Salvador y su relación con las condenas por homicidio agravado. La tercera actualización del informe “Del hospital a la cárcel” permitió identificar 181 casos de procesadas, de 1999 a 2019, por aborto o emergencias obstétricas que provocaron muerte o riesgo al embrión.

Rosa migró. La condena moral, encarnada en los grupos “provida” y la mediatización de su caso, provocó que desapareciera. En el 2012, otra mujer recibió una pena mayor: cuarenta años. Clavel tenía 28, era madre soltera cuando fue acusada de aborto y luego de homicidio agravado. En 2016, luego de la revisión de su sentencia, un juzgado resolvió que era inocente. Igual que Rosa, Clavel también tuvo que migrar con su único hijo. Es la primera mujer asilada por persecución por aborto.

Lo irreal de la libertad

Orquídea era madre soltera, de un niño de cuatro. Para su segundo parto no logró llegar al hospital. En el 2000, fue condenada a 25 años por homicidio agravado. Un año después, trazó su hoja de ruta para cuando saliera: trabajaría en su propia panadería. Durante 16 años, ahorró parte del salario que recibía por cocinar para el personal de seguridad. Entregaba esa plata a la única hermana que iba a visitarla. Esta mujer era, a su vez, la albacea de la herencia paterna que recibiría al regresar a la vida civil: un horno y latas para pan. “Cuando salí no había nada. Fue difícil no tener apoyo porque mi papá ya no estaba”.

En prisión, terminó el bachillerato, se casó y estuvo embarazada dos veces más. Uno de los embarazos terminó en aborto espontáneo y del otro nació una niña. En la cárcel procuraron garantizar su salud materna, pero siempre le recordaron por qué estaba ahí. “Hoy vas a tener la oportunidad de hacer bien las cosas”, le sentenció un custodio. “Sentí que era un comentario pésimo, porque las personas creen que usted es culpable de haber asesinado… yo trabajaba, tenía una vida normal y es una pesadilla, perdí 17 años de mi vida, salí con mis dos terceras partes. No salí con beneficios ni por el hecho de haberme portado tan bien”.

En el 2018, cuando salió libre, regresó a vivir con la hermana, que se gastó sus ahorros y vendió su herencia, donde ocurrió la emergencia obstétrica. Pensó que la vida iba a ser igual que antes, pero nada lo fue. Las oportunidades de empleo que le ofrecieron en la Dirección General de Centros Penales (DGCP) eran para trabajar en el mantenimiento de carreteras pavimentadas y caminos no pavimentados en el Fondo de Conservación Vial. No aceptó porque significaba desplazarse a 42 kilómetros de la capital y dejar a su hija, de cuatro años, con una familia que ya era desconocida para ella. “Me daba pesar separarme de ella”.

Su estadía duró tres meses. Los sobrinos le hacían mala cara. “Les hacía estorbo”. El dinero que recibía del exesposo y padre de su hija no alcanzaba y seguía desempleada. “Es bien difícil estar sin empleo. Nadie quiere decirle ‘venite’ porque sabe que no tiene nada. Es la situación más dura que se puede vivir. Pensé: tengo que ver qué hago”.

estigma por abortar en El Salvador

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