Una monja relata el sufrimiento de los migrantes huyendo de Venezuela y el abandono de sus hijos en la frontera
Los venezolanos que huyen de la crisis económica y política de su país continúan viviendo una verdadera odisea en las fronteras. El último relato de lo que ocurre en las salidas de esa nación lo trae la monja Rosalía Peralta Rivas, quien brinda a Infobae un testimonio desgarrador.
La historia de muchos migrantes que huyen de Venezuela se ha convertido en una tragedia. Mientras en Caracas los altos gobernantes quieren dar la apariencia de normalidad, con discursos sobre la navidad y la campaña electoral, el Táchira está recibiendo cada día a cientos de personas que buscan llegar a Colombia. Lo más cruel lo relata la coordinadora de la escuela Santa Mariana de Jesús en Capacho, estado Táchira, la monja Rosalía Peralta Rivas.
La religiosa le dijo a Infobae que “en el camino han muerto niños, por el hambre, por la sed y los dejan en el camino. Aquí, en Capacho, han pedido hospedaje en algunas casas de familia, padres que se levantan temprano y dejan a sus niños”.
Narra concretamente el caso de dos parejas. “Una señora de la comunidad, cuyos hijos se casaron y se fueron del país hace tiempo, vive sola y les dio hospedaje a una pareja que llegó con unas niñas, una de seis y otra de ocho; muy temprano el papá y la mamá se fueron dejando a las niñas dormidas”.
La señora, al percatarse que la pareja no está, les pregunta a las niñas, quienes tampoco saben de ellos. “La señora fue a denunciar aquí al comando, a la salida de Capacho. ‘¿Usted los puede atender, puede encargarse de ellas?’, fue la respuesta de los militares”.
Destaca otro caso “muy cercano a nosotros también. A un niño de seis meses, también sus padres lo dejaron. Eso está ocurriendo”, dice la hermana Rosalía, quien destaca que se han organizado para prestarle ayuda a los viajeros.
Asegura que ha conversado con gente que viene de Cojedes, de Barquisimeto, de Valencia, del oriente del país. “Verlos, ¡Dios mío! Cómo llevan al hombro una bolsita solamente, una colchoneta y sus niños en los brazos. Aquí se han organizado refugios, la gente como ha podido por sí solos, porque con el Gobierno no se cuenta para nada, los ignoran, los humillan y maltratan”.
“Nosotros aquí, lo que hemos podido recoger, cositas para hacer sus sopitas y darles. Recogemos ropa, abrigos, porque es gente que viene de climas calientes y aquí es frío cuando tienen que pasar la noche. Es muy duro, muy fuerte vivir esta situación, primero de ver a quienes venían y los hacinaban, ahora a los que salen pasando muchísimas necesidades, sufrimiento y dolor”, asevera Rosalía, la valiente religiosa de Capacho.
Conmovida dice que vio a una señora que lloraba por su hija muerta. “La señora contó que le pedía comida, tenía sed y ella no tenía nada; murió la niña y la dejó en el camino, no se quiso quedar sola porque el grupo seguía. Lloraba, lloraba, muy triste”.
“La gente del pueblo en medio de la situación, de la comida tan cara, busca sacar de su pequeña despensa y compartir. Uno de mis hermanos que vive en un pueblito, llegando a Santa Bárbara, recibió hace ocho días a 30 migrantes que venían en un camión y les dieron de comer”.
Entre los testimonios que ha recibido de las personas que han pasado por Capacho, relata que “una muchacha me dijo que había tenido que vender su ranchito, lo único que tenía lo vendió; ella vivía de vender empanadas, pero como ya nadie compra, tuvo que vender su rancho y con eso se vino”, finaliza diciendo la hermana Rosalía.
Rosa atravesó el río
Sorprende su rostro casi angelical, como la virgen a punto llorar ante su hijo crucificado; es de piel blanca y unos ojos inmensos que miran con curiosidad. Ante la pregunta de cuál es su edad, esos ojos se hacen más grandes aún. “¿No será que se van a dar cuenta que fui yo quien se lo dije?”, pregunta en un hilo de voz. Después de varios argumentos parece convencida que no lo sabrán. Voltea la vista hacia un joven desgarbado, que mira no se sabe qué, pero que sostiene con fuerza, como temiendo perderla, a una niña no mayor de tres años. Ella, a quien llamaremos simplemente Rosa, ni siquiera era consciente que se había convertido en víctima de un funcionario que alguna vez juró defender la patria.
Apenas tiene 19 años. Salió de Barquisimeto hacia la frontera, con su hija y su pareja. “No encontrábamos trabajo. Todo se puso mal cuando perdimos un carrito que nos servía para movilizarnos de la parcela hasta Barquisimeto. Lo vendimos porque la niña le salió algo muy feo en el cuerpo. Íbamos y veníamos muchas veces, de un médico a otro, pero no sabían que enfermedad tenía. Y la pandemia nos hizo más difícil todo”.
Alguien le dijo al esposo de Rosa que la niña necesitaba rezos. “Según un enfermero del ambulatorio lo que tenía era culebrilla y necesitaba unos rezos. No sabíamos qué hacer. Mi suegra, que vive en Tinaquillo, y también la está pasando muy mal, nos dijo que por allá había un curandero, pero no teníamos para movilizarnos y el dinero se nos acabó. Con la venta del carro pagamos unas deudas, al curandero, los exámenes que el médico mandó después que los rezos no sirvieron, unos alimentos que la niña necesita de ahora en adelante porque tiene un problema con algo llamado enzima, creo”.